“Ser maquiavélico es observar con minuciosidad el pasado y el presente para hallar las regularidades que impiden o posibilitan las transformaciones sociales”.
Colombia es un país en el que se lee poco sobre teoría política y, en esa medida, también se conoce poco. Eso sí, aunque conocemos poco sobre teoría política, hablamos mucho sobre política. En ese contexto de conocer poco y hablar mucho se puede hacer ruido con cualquier cosa que se diga. Digamos, entonces, unas cuantas palabras que hagan ruido y, después, nos lleven a pensar, digamos que Gustavo Petro es un personaje maquiavélico.
Seguramente hemos oído y hasta usado el término maquiavélico para referirnos a lo más detestable, lo más malo y negativo de un ser humano o un acontecimiento. Si hoy en algún medio de comunicación saliera como titular que “Gustavo Petro es un personaje maquiavélico”, ese medio tendría millones de vistas y su titular sería tendencia. Se comentaría sobre eso en cada esquina, en cada parque y, en los estadios del país —las nuevas incubadoras de la oposición que ya no marcha—, la gente gritaría a todo pulmón “¡Petro maquiavélico! ¡Fuera, fuera!”. Esto porque nos han acostumbrado a gritar consignas en lugar de pensar lo que designan. En este panorama no faltaría, además, una mente preclara, de esas que se dejan ver cada domingo en la prensa, entregada a hacer algún artículo o una videocolumna que lleve por nombre “El antiPetro”. Porque claro está que, si tenemos un Maquiavelo criollo, también nos merecemos un Federico II nacido en el trópico.
Ese adjetivo de lo maquiavélico para un público desconocedor se reduce nada más y nada menos que a la maldad y la perversidad. Eso bastaría, entonces, para sumar un (des)calificativo más a la larga lista que ya tiene el hoy presidente de Colombia. Hay que reconocer que, pese a que leemos poco sobre teología, economía, política o psicología, somos bastante creativos a la hora de adjetivar, calificar, clasificar y diagnosticar: mesías, comunista, socialista del siglo XXI, dictador, populista, loco y —más recientemente— adicto. Los más creativos, los librepensadores del centro político hacen gala de su bien formado intelecto pequeñoburgués y mezclan la cristalografía, la óptica y la psicología para llamarlo polarizador.
¿Pero es en ese sentido que debemos entender el maquiavelismo de Petro en su teoría y práctica política? La respuesta es que no necesariamente. El maquiavelismo de Petro se evidencia, primero, cuando define lo que ha sido la política, cada que recurre a la historia para sustentar su práctica política, cuando habla del Estado y el fin último del mismo. Miremos. En sus muchas intervenciones públicas Petro nos dice, palabras más, palabras menos, que la política ha sido un método de dominación de unos hombres sobre otros, de una oligarquía corrupta sobre un amplio sector del pueblo. Petro es maquiavélico cuando señala, recurriendo constantemente al pasado, es decir a la historia de Colombia, que una oligarquía ha sabido emplear los métodos de dominación para ejercer el poder y hoy hace todo lo posible por recuperarlo. Su maquiavelismo sale a flote toda vez que, basándose en la observación y en un estudio sistemático de los hechos históricos de la nación, nos brinda una radiografía que ilustra cómo han ejercido el poder, cómo nos han dominado y qué hacen ahora para atrincherarse nuevamente en él. Ser maquiavélico es observar con minuciosidad el pasado y el presente para hallar las regularidades que impiden o posibilitan las transformaciones sociales. En una de sus obras más importantes, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el filósofo florentino Nicolás Maquiavelo, nos dice que: “Si consideramos las cosas presentes y futuras, advertiremos con facilidad que en todas las ciudades y en todos los pueblos imperan desde siempre los mismos deseos y los mismos humores. Por tanto, quien considere con diligencia el pasado podrá prever con facilidad los sucesos venideros en cualquier Estado y utilizar los mismos métodos que utilizaron los antiguos; y en caso de no encontrarlos, podrá inventarlos dada la semejanza de los sucesos”.
En segundo lugar, podemos observar el maquiavelismo del mandatario en el papel que le otorga al Estado. Él ha visto que la prosperidad del todo (entiéndase aquí la sociedad en su conjunto) depende del desarrollo del intercambio, de la supresión de los obstáculos que se oponen al desarrollo de las aptitudes burguesas para el comercio y la industria, al libre juego de las fuerzas económicas; y que semejante desarrollo social solo puede ser asegurado por un poderosos aparato estatal. ¡Sí! Al igual que para Maquiavelo, Petro concibe al Estado como una condición necesaria para el desarrollo burgués de las fuerzas del individuo y de la comunidad.
Petro es maquiavélico, en tercer lugar, porque aborrece y critica ferozmente a esos que tienen delirios de nobles feudales y que se oponen a las reformas, a aquellos nostálgicos del privilegio que no ejercen ningún trabajo en el sentido burgués del término; es decir, a aquellos ociosos que viven de la abundancia de las rentas de sus bienes. Son estos viudos dolientes del Antiguo Régimen, anti-reformistas o contra-reformistas, los principales obstáculos para fundar un Estado republicano.
Por otro lado, también es cierto que el maquiavelismo tiene un sentido menos agradable y con el que la crítica ha hecho y hará sus delicias. El maquiavelismo lo podemos entender también como carencia radical de escrúpulos en el terreno de lo político y como modo de actuar totalmente «amoral». Es en este sentido, sobre todo, que se ha entendido y difundido el maquiavelismo o, como variante de lo mismo, lo maquiavélico. Bajo el amparo de esta comprensión reducida es que nos remitimos a ese refrán que se repite sin saber siquiera a qué pensador y a qué ideas se alude con él, el refrán que reza que «el fin justifica los medios». Pero ya sabemos que el maquiavelismo va más allá de esa carencia radical de escrúpulos y de la asociación que hacemos de manera simplona con la maldad. Por eso, cabe entonces preguntarse, bajo esta nueva comprensión, ¿Cuál es el fin? ¿Cuáles los medios? El fin es un Estado fuerte y centralizado que haga posible la prosperidad de los ciudadanos, que haga factible la mejor forma de vida en común.
Maquiavelo también dirá que a esa meta, a ese fin supremo deben estar subordinadas la religión y la moral. Esa subordinación implica que la mentira, el engaño, la hipocresía y la crueldad se puedan usar como medios para alcanzar dicho fin. La historia da cuenta de que esos han sido, de hecho, los medios usados recurrentemente en política para dominar a los hombres. Eso nos lo enseñó Maquiavelo. Y, por supuesto, Colombia no ha sido la excepción. La clase política tradicional —y hasta algunos que se hicieron elegir como políticos alternativos de centro y de izquierda— han mentido, han engañado, han timado por años al pueblo colombiano. Desde el púlpito, desde la plaza pública en plena campaña o desde la tribuna que representan las redes sociales y los grandes medios de comunicación, han confundido y burlado a su electorado, se han hecho elegir para su bienestar y en detrimento del bien común o del fin supremo, como diría Maquiavelo. He ahí el reto del presidente: hacer que los medios sean diferentes y la concreción del fin un hecho incontestable.
Por eso estamos atentos, vigilantes, interesados, otros preocupados; en últimas, deseosos de ver cuáles son los límites de la inventiva del maquiavelismo de Petro. ¡Escrúpulos, señor presidente! Agudeza para saber de quién se rodea, verdad y sinceridad en lo que dice, paciencia en su carácter, claridad en sus actos y humanidad en su legado. He ahí los medios. El jefe de Estado tiene la posibilidad de resolver, en este recóndito lugar del sur global, el defecto de la historia política que nos llevó a conocer el pensador florentino.
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