Los hijos no vienen con un manual debajo del brazo, y menos mal, porque aquí ya hay demasiados. Hay de todos los sabores y colores posibles: pautas de crianza respetuosa; los hijos de hoy, los padres de mañana; cinco pasos para ser un excelente padre (que cinco son muy pocos, que mejor sean 20 para llegar más lejos); criando hijos firmes; criando niñas felices; entre miles más. A esto habría que sumarle la excesiva información que se encuentra en las redes sociales al respecto, donde no falta quien diagnostique, a la ligera, hiperactividad, déficit de atención, y otras tantas condiciones, solo basándose en la autoridad que da el tener unos tantos likes y seguidores. O, también, quien considere que su hijo o hija es un genio, porque la señora del Instagram dijo que quien aprende a leer antes de los cuatro años tiene un coeficiente igual al de Einstein, y vaya el problema que se le arma a la profesora que no comparta la etiqueta de la genialidad, y ponga al estudiante “Einstein junior” a reprobar una materia. Y ni qué hablar de la presión a la que se someten papás y mamás al ver los videos y al escuchar los consejos de padres catalogados como exitosos en la crianza de sus hijos. En un comentario hecho a uno de estos videos decía: (lo leí con un tono de desespero) “dejé libros al alcance de mi hijo, por toda la casa, como usted dijo que se debía hacer para que se animara a leer, y no lo logré. Él (supongo un chico adolescente) sigue perdiendo el tiempo metido en su celular”.
La crianza de los niños y niñas a base de tips: uno para que coma verduras; otro para que sea respetuoso, para que salude y se despida cordialmente; otro para que se enamore de la lectura o para que interprete un instrumento; uno más para que aprenda a compartir con los demás. Tips para todo y para todos, porque al parecer todos son o deberían ser iguales. Yo, víctima de la época, también le he entrado al juego. Una vez, siguiendo el consejo de un gurú de la paternidad, y para estimular la compasión y el compartir de mi hija, fui con ella a un restaurante, y antes de entrar, le dije que solo tenía el dinero suficiente para comprar un almuerzo. Según el “consejero”, ella iba a solidarizarse conmigo buscando la manera de que los dos compartiéramos. Intento fallido. La respuesta de mi hija no se contempló en el video del consejo: “está bien papá, me dijo, yo voy a pedir un burrito mexicano para mi, igual tu puedes esperar hasta llegar a casa, estás más gordo que yo”. Confieso que eso no lo esperaba, sobre todo cuando sé de su solidaridad con la gata de la vecina, a quien intenta de mil maneras compartirle lo que come.
Soy un papá sin un manual de crianza, que se hace a diario y a pulso, y sin muchas cosas claras. En medio del ruido que hacen los expertos y los que no lo son tanto, admirando profundamente a quienes han hecho bien la tarea de la paternidad, y escuchando todo y a todos con altas dosis de sospecha, me he abandonado a unos cuantos principios que considero esenciales, quizás intuitivos: amar a mi hija en todo tiempo y en toda circunstancia, sobretodo cuando ella no cumple con las expectativas o exigencias que le proyecto por el simple hecho de ser mi hija. Apreciar su vida como un regalo al que no quisiera hacerle ningún tipo de reparo, disfrutarla sin más. Mostrarle que ser adulto y ser su papá no son razones en las que podamos confiar siempre, y mucho menos que sean garantía para no equivocarme; seguro que ella tendrá muchas cosas justas que recriminarme, otras las va a exagerar. Descubrir todos los días con ella el rostro paterno de Dios, mientras seguimos orando todas las noches la oración en la que todos y todas somos igualados en la condición de hijos: Padre nuestro; Padre de todos, de mi hija también. Y, finalmente, insistirle mil veces más en que mi amor por ella es lo que realmente media en nuestra relación de papá e hija, sin que esto implique que yo siempre sepa qué hacer, o cómo ser un buen padre.
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