“La innovación, tan importante tanto en nuestra construcción histórica, como en nuestra vida cotidiana, es un aspecto del género que podemos rastrear, incluso, hasta el «paleolítico superior». El capitalismo, más bien, ha sido el sistema que mejor ha logrado administrar esta innovación”.
La innovación constante es una característica presente en el capitalismo. Sin embargo, no es inmanente a este. La innovación, tan importante tanto en nuestra construcción histórica como en nuestra vida cotidiana, es un aspecto del género que podemos rastrear, incluso, hasta el paleolítico superior. El capitalismo, más bien, ha sido el sistema que mejor ha logrado administrar esta innovación. No obstante, en algunos ámbitos, dicha capacidad de innovación ha sido instrumentalizada por parte de círculos culturales progresistas en función de poner a la venta ya no solo bienes y servicios, sino también los principios y los valores.
Respecto a esto, es menester mencionar que, si bien ello no es un principio inherente al capitalismo y, por tanto, sobre este no cae la responsabilidad total, quienes se han visto interesados por “elastizar” la democracia liberal, han sabido hacerse paso, mediante el sistema, hacia estas prácticas. Esta “innovación excesiva”, en últimas, hace parte de una demanda de los consumidores que, atravesados por la ideología del progreso, tan presente en la intelectualidad hegemónica, se ha ido usufructuando por medio de todo el espectro de bienes y servicios. Así, un producto, por el simple hecho de ser nuevo, será mejor: un servicio, por recién estar siendo ofrecido por primera vez, será un servicio más apetecible.
Sin embargo, no solo es lo anteriormente mencionado; es también, la injerencia que ha tenido la ideología del progreso en la transformación del mercado de bienes y servicios en un mercado que puso a la venta los principios, las ideas y los conceptos. ¿A qué me refiero? A la mercantilización de discursos, ideales o virtudes que han dejado de ser parte de lo etéreo, para ser incrustados en servicios o productos que, casi, terminan por ser sinónimos de la idea bajo la cual son vendidos. Me refiero, por ejemplo, a las pautas de la moda que te venden empoderamiento en prácticas como el aborto y que te venden liberación en las identidades de género (que tienen un amplio abanico de opciones dispuesto para que escojas, y consecuentemente, te vendan los vestidos, los accesorios y los artilugios que definen dicha identidad).
Es, según lo desarrollan Chantal Mouffe y Ernesto Laclau, la elastización del concepto de liberalismo, cuyo contenido ha tendido a expandirse tanto que, bajo las rúbricas de la libertad, se han abierto las puertas al liberticismo. En otras palabras, y según los mismos autores, ha sido la estrategia perfecta para “quebrar el liberalismo desde adentro” haciéndolo difuminar en la vastedad de sus propios límites.
En un sistema en donde los agentes privados han incentivado y solucionado tantas dificultades que, naturalmente nos presentaba el mundo, hay poco hacia donde extenderse. Es decir, poco que seguir ofreciendo y de dónde generar riquezas mayormente diversificadas. Por esta razón, a contramarcha de un liberalismo clásico, el sistema ha violentado el derecho capital: el derecho –mal llamado– a la vida; más bien, el derecho ha de ser a seguir viviendo, pues ningún derecho se puede defender, a priori, sin una vida latente.
Con el derecho a la vida violentado e introduciendo al Estado en la protección de este genocidio, el aborto se ha vuelto, primero, negocio perfecto con el cual las transnacionales del feticidio han lucrado, y segundo, asunto de fomentación estatal, en una amalgama entre los Gobiernos y estas transnacionales. Respecto a lo último, bastante conocidos son los vínculos de las asociaciones mundiales y sus conferencias por la despenalización del asesinato contra los seres humanos más pequeños, como también bastante conocidos son los financiamientos de algunos magnates a estas causas.
Este es un asunto que Benegas Lynch (h) toma como relevante en esa guerra emprendida de los Estados Unidos contra sí mismo, cuyo efecto ha sido que las columnas sobre las que se erigió una de las naciones más prosperas en la historia del ser humano, hayan empezado a verse perturbadas por la intromisión de mandatos internacionales en cuanto a la financiación de esta causa, cuyos dineros son sacados, directamente, de los impuestos de los contribuyentes.
Adicionalmente, y exceptuando la gran repercusión económica de este asunto –que representa solo ganancias para quienes comercian con este “servicio”–, los daños también han sido morales, pues han contribuido a la insignificancia de uno de los principales valores del liberalismo: el de la propiedad privada, cuyo valor incluye al de la vida.
Por otra parte, el financiamiento de las plutocracias a lobbies como el LGTBIQ+ es igual de cuestionable como medida de inversión de capitales pues, evidentemente, se trata de algo más que un negocio, y ni hablar de que nada tiene que ver ello con la real reivindicación de sus derechos.
Como bien conocido es, hay un interés imperialista por parte de las naciones más adineradas en el acaparamiento de la mayor medida posible de recursos; han visto una dificultad en la medida en que la población mundial siga creciendo, y sobre todo, en la medida en que la población menos enriquecida siga creciendo, tal como lo es el continente suramericano o el africano. Por esta razón, los mismos magnates han querido crear todo un aparato propagandístico alrededor de estos dos asuntos.
El caso de la financiación a este lobby multicolor pasa, además de que sus miembros componen, por antonomasia, relaciones infértiles –es decir, propicias para el congelamiento del crecimiento de la población–, incentivando una especie de ataque directo hacia la familia, institución fundacional de la sociedad civil.
La industriosidad de los alimentos y el almacenamiento de los bienes se dio, como mencionaba Locke, en la unión conyugal entre el hombre y la mujer, todo, producto de la condición humana que nos hace tan débiles para proveernos a nosotros mismos. Esa unión conyugal, y por tanto, la buena gestión de los recursos, se da siempre y cuando la relación sea estable, constante y libre de apareamiento inseguro (condiciones, mayormente, no presentes dentro de la población LGBTIQ+). De otra manera, no habría garantía que pudiese hacerse buen uso de los recursos, como tampoco de la conservación de la especie o de la calidad de vida humana.
La familia ha de estar compuesta por miembros respetuosos entre sí, leales, virtuosos y libres de parafernalias discursivas que tienden a cambiar el concepto fundamental dentro del cual ellas mismas se encuentran enmarcadas. Atentar contra la familia por parte de esa plutocracia, como ya mencioné, no es casualidad: es producto de que la familia es un gran impedimento para la instalación de sus proyectos tiránicos y totalitarios. Y es aquí en donde los grandes capitales económicos han manchado las intenciones de un sistema que, con virtudes y vicios, ha permitido desarrollar la historia hasta tal éxito: se han hecho serviles a proyectos que, antes de alentar la grandeza del sistema, optan por capturar las libertades civiles, políticas y económicas que el mismo ha permitido. En definitiva, han entregado sus recursos a los proyectos totalitarios expuestos a lo largo de este texto.
Es hora de que empecemos a desligar al capitalismo y la democracia liberal de este tipo de innobles causas y empecemos a reivindicar los principios fundamentales, tales como el respeto a la familia y a la vida humana.
Excelente articulo!