“La escritura de un discurso es una exigencia de ideas, de organización, de cohesión que son puestas a prueba en la comprensión de quien lo escucha.”
Un discurso político ha de estar construido con una retórica persuasiva. Los discursos políticos orales que se emiten con cierta espontaneidad parecen tener más eficacia que los discursos escritos cuya oralidad implica ciertas pausas organizadas. Esta eficacia de los discursos no leídos se ve reflejada, no en la veracidad del contenido discursivo, es decir, no en lo que el político enuncia, sino en la fuerza emotiva de su enunciación. Esta emotividad muchas veces se convierte en el medio y fin del discurso, lo que favorece la manipulación de la verdad de una manera más directa que se solapa en el fervor del elevado tono de voz para pronunciar “frases de enganche” y la gestualidad violenta de quien reta la imagen del enemigo en el aire.
El gesto es la imagen que suspende la acción, pero no la niega. Levantar las manos, mover la cabeza, inclinarse hacia adelante, apretar los puños o los labios, cerrar los ojos, elevar los brazos son los movimientos de persuasión en el discurso político. Estos gestos no se limitan a los discursos no leídos, los que se leen también desencadenan una gestualidad que facilitan las pausas indicadas en los signos de puntuación y tampoco están exentos de la manipulación de la verdad. Entonces, ¿cuál es la diferencia entre leer un discurso o improvisarlo? ¿Por qué preferir uno u otro? Una posible respuesta sería el grado de persuasión que tiene el oral sobre el escrito. Sin embargo, no hay modo convincente de medir la influencia que se ejerce sobre el público o cada individuo.
Por otro lado, puede someterse a revisión el grado de elaboración: el manejo de ideas por encima de la pura fuerza emotiva de algunos discursos improvisados. Pero, que un discurso esté escrito no garantiza que sus propuestas estén contenidas de una o varias ideas, es decir, de pensamiento. No obstante, la escritura implica un distanciamiento para observar la visión de mundo proyectada en lo dicho; en la palabra escrita que puede someterse a correcciones. En este sentido, la escritura de un discurso es una exigencia de ideas, de organización, de cohesión que son puestas a prueba en la comprensión de quien lo escucha. El margen de error del discurso escrito se supone menor por la criba a la que se somete en el momento de su construcción.
Por esta misma razón, un error en el momento de enunciación suele ser más condenable que un error en los discursos orales improvisados, generalmente, protegidos bajo el manto sagrado de la emotiva valentía populista. Esto último tiene grandes consecuencias, tales como la relación exclusiva de la oralidad con lo público subestimando a los ciudadanos y excluyendo, muchas veces con desprecio, la palabra escrita concebida lejos de lo político como símbolo de un poder represivo por estar ligada a la forma tradicional de la transmisión de la cultura. Esta forma desvirtuada de algunos militantes partidistas de denostar la escritura en la elaboración de discursos contribuye a destruir la experiencia banalizando la cultura y la historia de gobiernos autoritarios que han censurado y desaparecido escritores con sus libros.
El objetivo de la cultura siempre implica defender el tener lugar de la enunciación de las palabras en cualquiera de sus manifestaciones: oral o escrita. Defender en ellas el discurso político con ideas de responsabilidad, respeto, libertad y dejar en evidencia los mecanismos de manipulación a los que siempre serán susceptibles en cualquier discurso.
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