“Hoy ostenta una autoridad de matrona serena, sosegada por la convicción del trabajo constante por la comunidad y por el respeto por las costumbres ancestrales de su etnia, por el territorio y la identidad de su cultura. Sus formas calmas paradójicamente la han llevado a ser una figura de relevante liderazgo en su comunidad, y por ello se le trata de mayora, que no es poca cosa para ellos, y no es otra cosa que el reconocimiento que se le otorga a quien guarda un saber ancestral o quienes poseen una autoridad que pocos tienen, o debo decir, una dignidad que muchos envidiarían.”
En mi acostumbrada columna mensual del 24 de abril de este año, publicada bajo el título “Tja Yu´tse´nas. Medicina Tradicional Y Medicina Científica. ¿Un Esperpento Populista?” escribí los siguientes párrafos.
A la semana siguiente, muy a las cinco de la mañana, con una neblina espesa, salía en un Land Rover Santana Stationwagon del 75, color amarillo pálido, que aunque estaba “adaptado” como ambulancia, servía más como un simple pero efectivo medio de transporte para el difícil terreno. Dos horas de camino, entre precipicios y cerros, custodiados en una curva por el ejército y en la siguiente por guerrilleros vestidos de civil, esta era una tierra de nadie, realmente. Lo único que dominaba era el color de las amapolas que no habían sido deslechadas antes de florecer, y cuyo elixir terminaría engrosando las estadísticas de exportación de narcóticos, de la que somos tristemente recordados por fuera de nuestras fronteras.
Era Río Negro, un asentamiento o caserío como dirían algunos, ubicado en una zona limítrofe entre el Cauca y el Huila, perteneciente a la jurisdicción de Iquira, con una comunidad indígena Nasa Yuwe asentada allí después de la avalancha que casi los extermina en 1994, producto de un terremoto de magnitud 6.4, con epicentro en alguna zona cerca a la falda del Volcán Nevado de Huila, y que provocó una avalancha que acabó con varios de los pueblos asentados. Allí llegaron, reubicados por el gobierno de la época, los indígenas que ahora eran mis pacientes.
Me atropelló la barrera del idioma de inmediato. Para mi sorpresa, ni los niños menores de diez años ni los mayores de cincuenta hablaban español. Requería de una enfermera de la comunidad que hablaba los dos idiomas y que, además de prestar los servicios asistenciales, nos servía como intérprete.
[…]
PD: Durante todo mi rural me dediqué a romper la barrera del idioma y elaboré un modesto diccionario para comunicarme con mis pacientes. El título de esta columna Tja yu´tse´nas* significa «El médico» en Nasa Yuwe.
*La palabra es yutsenas, pero en Nasa Yuwe con frecuencia se usan los apóstrofos para marcar las pausas en la pronunciación. La N es nasal.
Aquella enfermera que me ayudaba con las labores asistenciales y que al tiempo me colaboraba como intérprete era Luz Nidia Finscue Pete, pero debo reconocer, con la vergüenza que eso debe acarrear, que su nombre se me refundió en los recovecos indescifrables del olvido. A ella y a una paciente a la que atendí durante su hospitalización en el Hospital de Iquira, y cuyo nombre también se me refundió, les debo el haberme enseñado algunas palabras de su idioma para elaborar ese modesto diccionario que buscaba romper la barrera que me separaba de mis pacientes.
Pero esta columna no se trata de mí, sino de ella, y de cómo reencontré aquel nombre perdido, de como sin buscarlo encontré al ser humano, a la líder, a la mayora, a la mujer indígena, a la conocedora ancestral, a la enfermera, a la colaboradora, a la madre, a la educadora, a la que da el ejemplo. Esta es la historia de como reencontré a toda esa multitud de alter egos, a todos esos avatares que responden a un mismo nombre y a una confluencia de apellidos cuyos significados, en lengua nasa yuwe, me terminan de convencer que la poesía está presente en el azar. ¿Cómo es posible que el amanecer y el atardecer habitaran un mismo cuerpo? Eso es ella, el atardecer y el amanecer juntos, porque ese es el significado de sus apellidos, Finscue y Pete significan atardecer y amanecer. Todas ellas son Luz Nidia Finscue Pete.
Fue en una cena con otros profesores de la Universidad Surcolombiana que, entre conversaciones sobre tesis doctorales, Juan Camilo Calderón, un docente de enfermería, me contó que trabajó con la comunidad Nasa de Río Negro. Yo de una le conté de como fui a dar a Iquira; le conté sobre mi experiencia en el rural con la comunidad indígena y, por supuesto, le conté sobre mi modesto diccionario de nasa yuwe. Cuando lo leyó me dijo: se lo voy a mostrar a la mayora. Yo quedé perplejo, no sabía quién era la mayora y mi primera impresión, debo ser sincero, fue que aquella palabra atentaba contra el castellano. Entonces su esposa, que estaba allí también, mencionó que la mayora le había contado algo que, a su juicio, fue inédito y nunca más se repitió: que solo un médico, de todos los que han ido al resguardo a prestar servicios, se interesó por aprender el idioma para hablar con sus pacientes. Seré yo maestro, pensé. Entonces le mostré una foto que había tomado en aquel entonces. Los dos reconocieron de inmediato a la mayora con diecisiete años menos, custodiando la nevera donde se guardaban las vacunas y sin importarle el desorden de los papeles en su escritorio, disimulando su timidez con un bolígrafo en la boca y una sonrisa esquiva, como queriendo evitar la foto. Era ella. Era Luz Nidia Finscue Pete, la mayora. ¿Es así como opera eso que llamamos destino? ¿Será que el azar nos toca de vez en cuando con sus juegos incomprensibles? El mundo es un pañuelo y yo no lo podía creer. Entonces, sin haberlo pedido, sin haberlo querido, sin haberme siquiera esforzado, surgieron los recuerdos de aquella experiencia de vida, como resucitados de un inframundo perdido de recuerdos cadavéricos.
Me contaron que después de fungir como enfermera, en estos últimos diecisiete años, Luz Nidia Finscue ocupó el cargo de gobernadora indígena de su resguardo en 2021, rompiendo el paradigma del machismo que allí, como en toda Colombia, que digo Latinoamérica, existe. Hoy ostenta una autoridad de matrona serena, sosegada por la convicción del trabajo constante por la comunidad y por el respeto por las costumbres ancestrales de su etnia, por el territorio y la identidad de su cultura. Sus formas calmas paradójicamente la han llevado a ser una figura de relevante liderazgo en su comunidad, y por ello se le trata de mayora, que no es poca cosa para ellos, y no es otra cosa que el reconocimiento que se le otorga a quien guarda un saber ancestral o quienes poseen una autoridad que pocos tienen, o debo decir, una dignidad que muchos envidiarían.
La oportunidad se dio la semana siguiente, aprovechamos que ella debía ir a Neiva a un evento de madres FAMI en la comuna 2, A ella le habían dicho que le iban a presentar a alguien ese día, que era algo así como una sorpresa. Nos reencontramos en un restaurante concurrido de la capital huilense antes del evento que tenía programado, y mientras ella se tomaba una sopa de lentejas y yo una de arracacha, le hacíamos el quite al calor con un jugo de mango sin azúcar. Supe por su propia voz que además de todo lo que había hecho, le había alcanzado el tiempo para tener dos hijas y que estaban próximas a terminar sus carreras universitarias en la Universidad Surcolombiana. Supe de su trabajo, de sus proyectos terminados y de otros tantos que dejó andando, de su labor como líder social, de una casa que gestionó para que los estudiantes de la comunidad indígena vivieran en ella mientras estudiaban en la universidad, supe de una cómica caída en su moto por andar por aquí y por allá, buscando eso y aquello, es decir, haciendo eso que muchos no hacen: trabajando y dando ejemplo. Volví a ver entonces esa sonrisa espontánea diecisiete años después.
A ella todo el reconocimiento que se merece como ser humano, como líder, como mujer indígena, como conocedora ancestral, como enfermera, como colaboradora, como madre, como educadora, como la mujer que da el ejemplo y rompe paradigmas.
Y como ella hay muchas mujeres líderes, todas ellas habitadas por ese galimatías complejo y hermoso, por ese gentío de alter egos, por esos avatares aparentemente inconexos que habitan en un mismo ser humano.
Esta columna es para darle el reconocimiento a Luz Nidia Finscue Pete y a todas las mujeres que son ejemplo de liderazgo. Puch yukjaw (hasta luego).
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