Es evidente la fatiga en la que se encuentra esta civilización. Da la sensación de que las cosas transcurren sin avanzar. Cada rumbo que emprende concluye donde comenzó. Traza caminos que no existen. Es como el “eterno retorno” que una vez pensó aquel profeta llamado Friedrich Nietzsche cuando advertía sobre la llegada del nihilismo donde todo parece replegarse sobre sí mismo.
Pensemos lo siguiente. Terminada la guerra en Afganistán comienza la guerra en Siria. Ahora, el conflicto en Ucrania, que además amenaza con extenderse por otros países de Europa del Este. Corea del Norte aburre con su dialéctica de la intimidación. Después de las guerras mundiales estamos hablando de otra a escala global. Saltamos del Muro de Berlín para toparnos con la Muralla China.
En suma: somos espectadores de esas puestas en escena que regresan siempre sobre temáticas conocidas. Es más de lo igual, aunque con mentalidades más degradadas. Pasamos de un virus a otro, de una crisis económica a otra más dura, de un mal gobierno a otro peor. Decadencia sobre decadencia que deconstruyen los cimientos morales de una humanidad en crisis. Del drama a la farsa. De la farsa al ridículo. Del ridículo al derrumbe.
Pongamos por caso en cómo se trató de nominar la época. La misma palabra “posmodernidad” (que no hay consenso claro acerca de sus alcances y límites) es demasiado vaga, sin embargo, nos dice mucho sobre la parálisis mental que la constituye. Lo después de algo acaecido en el presente nos arroja a la paradoja de un tiempo que no transcurre y quedamos asimismo varados en un infinito devenir de lo igual sin secuencias intermedias. Sin espacio de reflexión. Como un espectro en pena estamos continuamente dando vueltas encallados en un “presente absoluto”. Fantasmagórico. Como el hámster que hace rodar la rueda, cuyo avance se traduce en detención. Y ahí está nuestra sociedad, apática, andando ciega, como “burro sin zanahoria”, caminando hacia ningún lado. Sobre una edad sin nombre. Un mundo opaco en definiciones que no sabe quién es ni a dónde se dirige.
En medio de tanta tiniebla es iluminadora la idea que esboza el filósofo alemán Wolfgang Welsch, citado por el teólogo Eugen Biser, cuando propone con respecto al paradigma posmoderno -si todavía se le puede apodar así- que el problema epocal consiste en que ha tratado de definirse por su propio futuro. “Porque hasta ahora -escribe- una época histórica se había entendido a sí misma como la ‘recuperación’ de situaciones precedentes, que se valoraban como modélicas. Así el imperio carolingio se entendió como el restablecimiento del imperio romano (…), el renacimiento, cual reviviscencia de la antigüedad clásica, el neogótico como recuperación viva del estilo ideal del gótico…”
Ambas etapas, su arquetipo y su ejemplar actual, fueron asumidas como separadas por una edad inculta, estéril, viendo al pasado distante como un prototipo siendo la era inmediatamente anterior como algo ignoto que superar. Agrega entonces Biser: “En el caso de la ‘posmodernidad’ el mecanismo discurre, evidentemente, en sentido inverso. Lo que se siente como obsoleto, pese a su presencia, es la ‘modernidad’, a la que se ve como agotada, refutada y, sobre todo, ‘superada’ (…) por el proceso de ‘autoderogación’, que hizo alzarse a la posmodernidad de sus ruinas, a la par que la considera cual compendio de un ‘futuro todavía no demostrado’ ciertamente, pero que ha de adelantase al presente. (…) La fórmula, por tanto, se llama anticipación, y no reconstrucción crítica, y de acuerdo con la misma se construye la nueva consciencia de la época”.
En otras palabras, entre la modernidad y su inmediato “post” no media ningún espacio separador, dejando en blanco lo previo sin ser visto como una utopía a alcanzar o mejorar, sino como algo que ya debe dejarse en desuso ante una propuesta siguiente que no propone nada, y esto, da como resultado una sociedad vacía que no logra decodificar dónde se encuentra. Y el problema que se agrega es aún peor: es que a dicha sociedad le importa bastante poco traducir su marco temporal. Es más, ese adelantamiento en el presente de un futuro que intuye como que “ya llegó” pero, que igualmente sigue siendo “futuro”, da la percepción cierta de que se ha paralizado el reloj, de modo tal que no comprende si estamos en el final de algo o estamos en el inicio de otra cosa. Un tipo de secuencia bisagra que se oxidó demasiado pronto.
Es además entendible que el presente pase como ignorado. Pensar el hoy es sumamente dificultoso. El problema que incrementa la incertidumbre es que estamos ante la caída de la ilustración y creemos que ya llegó el nuevo recambio, cuando en realidad es muy posible que estemos a las puertas de una nueva Edad Media, umbría, llena de ignorancia y altamente deshumanizada, donde el nuevo Dios será un absoluto metálico, técnico y con una abrumadora “desinteligencia artificial”.
Solo resta vivir el duelo de la muerte de la historia, aceptando que estamos ante el fantasma de un ciclo que se canceló a sí mismo antes de comenzar. Como si se suicidara antes de nacer. Concluida la era de las luces es ahora la era de las penumbras, es una etapa de idiotez que hay que soportar. Estar aún a la espera de que en algún momento se valoren los logos modernos éticos y culturales y se reviva una neo-ilustacion donde se recuperan los bienes perdidos. Pero claro, una vez superados los tiempos sin tiempo que nos atraviesan.
Lamentablemente las sazones cósmicas son otras, no sincronizan con nuestras breves existencias. Aceptémoslo: no sobreviviremos para ver ningún renacimiento. Solo nos queda la tolerancia estoica de un presente intempestivo, de un porvenir que no vendrá, dando lugar a las nuevas generaciones, en su mayoría idiotizadas con las pantallas, que nos conducirán rápidamente a la barbarie y al embrutecimiento civilizatorio. Hay que tomar consciencia que las democracias están en vías de extinción ya que se degeneran por los mismos pueblos que las componen, dando lugar a totalitarismos simiescos “elegidos por la ignorancia de las masas” que acechan dentro de la emergencia de antipolíticas cada vez más corruptas y decrépitas.
Esto es una lucha cultural que ya se sospecha perdida. El optimismo sin causa no es otra cosa que pensamiento mágico. El destino del que piensa distinto puede que sea el de Sócrates, el de Cristo o el de Bruno. Pero eso no es razón para claudicar. Hagamos lo que podamos. Demos nuestra propia “batalla de las Termópilas”, pero sepamos que difícilmente triunfaremos. No se nos puede pedir más. Y que sea lo que deba ser.
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