El Calvario de la modernidad

Es frecuente expresar las situaciones de la vida humana a través de las estructuras de los mitos. Las narrativas sagradas y la existencia, de alguna manera, se encuentran y se retroalimentan.

Tanto el pensamiento teológico, así como el psicoanálisis y el marxismo entendieron la vida psíquica al igual que la vida en sociedad a través de sus analogías y correspondencias espirituales. Ideal como el que plasmaron, por ejemplo, Rudolf Bultmann (“Nuevo Testamento y mitología”), Sigmund Freud (“Tótem y tabú” y “El malestar en la cultura”), o Herbert Marcuse (“Eros y civilización”), entre otros.

Muchas veces los dramas ancestrales funcionan como factores esclarecedores de situaciones que no podrían ser explicados de otra forma. En ocasiones, la razón debe dejar abierto el paso a la simbología. Esto pareciera ser adecuado para tratar de responder a la crucial pregunta de en qué época nos encontramos en la actualidad. ¿Qué papel juega el “fin de la historia” con respecto a un paradigma posmoderno que nos remite indefectiblemente a una visión escatológica?

La mayoría de los mitos del “fin del mundo” señalan a esta edad como la antesala de una catástrofe global por manos divinas en castigo ante la iniquidad humana. Como ya se intuye, nos valdremos de ellos para ensayar algunas posibles respuestas con respecto a nuestros tiempos que, en palabras del poeta Thomas Eliot, podríamos denominar “baldíos”. Estériles. Es necesario iluminar entonces los supuestos para tratar, no solo de comprender, sino de salvar a nuestra civilización del posible suicidio colectivo a través de esclarecer posiciones y tomar la debida consciencia recuperando los principios perdidos.

Pongamos por caso el mito del héroe. Este mitema nos habla de un personaje legendario que emprende una peligrosa jornada en busca de un sentido capital. En su periplo enfrenta numerosos peligros para luego regresar renovado. Algunos héroes vuelven desde los límites del cosmos, otros retornan del deceso. Osiris fue dotado de vida larvaria en el inframundo. Gilgamés trajo del fondo del abismo la planta de la vida. Odiseo, en un complicado viaje de Troya a Ítaca, venció a los titanes primitivos estableciendo el triunfo con base en la razón. Por otra parte, la muerte y resurrección de Cristo es sintomático y puede ser funcional para pensar nuestra época. En suma: podríamos utilizar estos recursos narrativos ancestrales para articular conceptos acerca del presente y dar algunas respuestas.

Veámoslo de la siguiente manera. A partir de la desintegración de la Unión Soviética y el avance del Islam como nuevo antagonista civilizatorio de Occidente el mundo dio un giro impresionante. Asimismo, el avance de China y la popularización de la red de internet produjeron un “salto cuántico” de un marco analógico a un marco digital.

La diversificación casi infinita de información y acumulación de datos puso en tela de juicio la idea de verdad, igualmente la globalización y la comunicación en tiempo real hicieron del planeta un lugar mucho más pequeño y expuesto. Esto llevó a pensar que la historia tal cual era vista por la modernidad como una línea progresiva hegeliana (luego marxista) llegó a su fin.

El siglo XXI comenzó con un acontecimiento barbárico: el 11-S. Tomando en cuenta esta lucha de Dioses medievales en medio de una era donde el concepto temporal fue puesto en entredicho por la inmediatez de todo dio y sigue dando la sensación que, aunque los hechos se siguen sucediendo, estos no tienen la repercusión en las consciencias como deberían y todo se torna intranscendente, líquido, insustancial.

En ese sentido la historia, podemos decir, ha muerto. Solo se percibe su fantasma. No importa qué es lo que ocurra, nada parece tener memoria, nada perece tener un cuerpo. Todo acontecimiento tiene el sin sentido de un presente absoluto. Fallecida la historia se difumina el concepto acerca de lo qué es el hombre.

Toda cuestión histórica sostiene un tipo de visión del sujeto. ¿Qué clase de sujeto es el sujeto del siglo en “decurso”? El “cogito” cartesiano no parece oportuno para describirlo. El “Dasein” heideggeriano puede que sea un poco más conveniente. Quizás. Empero, yo llamaría al sujeto actual “in-habitado”. Un ente vacío, digitalizado, conviviendo con la tecnología, disolviéndose en ella, metido dentro de pantallas con una pérdida significativa de las experiencias reales cada vez más preocupante.

A las nuevas generaciones, aquellas que algunos han llamado “cristal”, les preocupa muy poco la cultura, la lectura y el pensamiento crítico. Carecen de preguntas y, por supuesto, de respuestas acerca de las implicancias éticas del tsunami tecnológico. Es más, ni les importa formularlas. Se aturden. Viven dentro de imágenes y sonidos. Son vidrios rotos.  Las fronteras entre la simulación y lo real les son difusas. Su rebeldía es más bien una caricatura de un berrinche. Van detrás de “influencers”, “seguidores” y “likes”. Cuanto más absurdo sea un contenido más audiencia suma. No hay auditorio para oír a una diatriba filosófica. Así, fertilizan el terreno para la emergencia de personajes disruptivos, muchos de ellos llegando a la política, tiñendo todo de “incultura”, abonando el terreno para el crecimiento de más personajes simiescos con poco contenido y con una sensación de tiranía nihilista. La filosofía ha muerto -se ha ocultado- en sentido estructural y como instrumento de búsqueda de nuevas respuestas.

Cuando Cristo fue colgado en la cruz junto con él fueron sentenciados dos bandidos. El Calvario estaba atravesado por tres crímenes. Tres siluetas cruciformes. La modernidad también ha muerto en medio de tres valores crucificados, sangrantes y agónicos, aquellos que sostuvieron nuestra civilización: la historia, el sujeto y el pensamiento crítico. Es el sepelio de la verdad. Han sido enterrados en una tumba sin nombre en la que todavía yacen sin que nadie los llore. Y lo peor: no sabemos si este descanso será eterno.

Los mitos, a veces, son solo metáforas. A veces sostenes comprensivos. Hoy a pocos los convocan. Hay que tener en claro que Dios no hará ningún milagro por nosotros. Del hombre depende resucitarlos. De las nuevas generaciones depende el rescatar los valores modernos de la libertad, del reconocimiento del otro, de la educación y de los derechos democráticos adquiridos. Claro que estas generaciones nuevas más que salvadores parecen ser ellos mismos el problema o, por lo menos una buena parte de él, lo que nos deja sumidos en un océano de desesperación e incertidumbre.

El mundo se enfrenta a la amenaza cierta de un holocausto nuclear, a un costoso cambio climático que desatará nuevas pandemias y hambrunas impensadas. Además, propiciará nuevas y masivas migraciones, oleajes que crearan más lumpenización y discriminación del que hay en un orbe en ruinas en medio de un individualismo creciente y con serias deficiencias morales. La sombra de los totalitarismos nos oscurece mientras la sociedad no se percata al estar rodea de idiotez. El ángel con su espada sobrevuela sediento de sangre trayendo plagas devastadoras sobre Egipto, en tanto la mayoría tiene vuelta sus cabezas hacia las pantallas de sus teléfonos celulares.

Como mínimo necesitamos tomar cartas en el asunto, educar de algún modo, concientizar, promover cultura, de otra manera nos enfrentaremos a un futuro sin futuro, a un horizonte sin perspectivas, en la antesala de una nueva Edad Media llena de penumbras, embrutecimiento y sequedad.


Todas las columnas del autor en este enlace: Sergio Fuster

Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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