A mi madre y a mi padre quienes me han enseñado a vivir como si todo fuera un milagro
Si pudiera comparar la efervescencia ante la cotidianidad de la vida que me ha causado estudiar, podría hacerlo con la mayor enseñanza que le debo a mis padres: el amor por la lectura.
En alguna ocasión, se me preguntó en la primera clase de una asignatura titulada Platón ¿qué es la filosofía? ––qué pregunta más sugestiva y compleja––. Recuerdo mi respuesta: “la filosofía es arder en preguntas”. Hoy podría decir que, mis años de estudio me han conllevado a quemarme en ellas, pero ¡qué gratificante que es!
Mis años de formación académica desde que ingresé al prescolar a los tres años, hasta hoy en día que soy candidato a un doctorado a los treinta, me han permitido reflexionar que he estudiado demasiado, pero no lo suficiente, que la felicidad eterna no recae en el conocimiento, sino en sus diferentes métodos de adquisición, que la reivindicación ante la vida no es el saber más y más, sino la posibilidad de convertir la razón en un instrumento de cambio ontológico y epistemológico.
Si hubiera sabido que en estos años que me he sumergido entre teóricos de la política, cronistas de la cultura y comentadores de las doctrinas, la cotidianidad de mi vida iba a tomar un rumbo tan sensato e impasible; en muchas de mis tertulias rodeadas de licor, mi primera recomendación a todo aquel que ya encontró un sentido cómodo en su vida, es que, se refugié en los libros para que observe lo que los demás solo ven, cuestione lo que se ha normalizado e impugne las obviedades.
La pretensión de estudiar de manera burocrática o de manera autodidacta va más allá de entablar una relación gramatical con conceptos sacados de un diccionario o historiografías redactadas en una enciclopedia, son la posibilidad de conjugar nuestras experiencias con la penumbra en la que viven los ignorantes.
Sin exagerar o utilizar superlativos, cada reflexión que ha surgido en mi vida, no solo es el argumento de una vivencia inoportuna o de un texto mal leído, más bien, es el corroborar que estamos vivos, que sentimos y nos conmovemos, que, a través de las ideas de un conjunto de misántropos, desquiciados y, sobre todo, insurrectos, construimos paradigmas de existencia, de re-existencia, donde cada día, más ininteligible encontramos el mundo.
Nuestra cotidianidad es un flujo constante de abstracciones y simbolismos que consciente o inconscientemente, nos permiten abordar el entorno en el cual nacemos y los diferentes escenarios a los que nos llevará la vida en su trasegar. El haber estudiado el poder político, las prácticas culturales y las ideas filosóficas han transformado mi mente en un ágora de melancolías y esperanzas, poniendo de relieve una apoteosis literaria de conmociones y sabiduría.
Por eso, podría ratificar que, estudiar me ha conllevado a un estado natural de angustia.
No concibo vivir sin estudiar desde las múltiples maneras en lo que lo podemos hacer, no creo en una vida sin el reflejo constante de las distopías académicas, sin las reflexiones coyunturales sobre la manipulación política como un arte para gobernar, sin las apologías a la otredad como visibilización de lo diferente y sin la prepotencia de la lógica para entender el lenguaje.
Mi vida desde el sentimiento sublime de estudiar es la vida de todos, es la vida del lector de este texto, de mi vecino(a), de mis exparejas, de mis amigos(as), de mi madre, de mi padre (donde la física y la metafísica lo hayan llevado), de mi hermana ––a kilómetros de distancia––. Es una vida colmada de nostalgias a medianoche y de desvelos deprimentes, donde encuentro el placer en los libros anticuados, en las clases letárgicas, en el sexo sin amor, en la embriaguez irracional, en las amistades finitas, en la lealtad de mi familia y, sobre todo, en la insurrección de la cotidianidad de la vida desde el sentimiento sublime de estudiar.
Comentar