“la marca de hierro caliente que los trenes nazis dejaron en su memoria.”
Las puertas se cerraron. Los edificios que afuera estaban quietos se movían desde la ventana de Don Herman en el metro. No debió hacerlo, tenía otras opciones, sí las tenía, una era no ir, no ver a Susane en el teatro. Respiraba sin pausa, recordó que el psicólogo le dijo que eso se llamaba hiperventilación, la palabra lo asustaba aún más y el sudor de las manos no se detenía a pesar del aire acondicionado en el vagón. Don Herman explayaba los ojos intentando sacarlos de sus cuencas, no quería parpadear, quería evitar cualquier oscuridad. La ruta que había elegido no era subterránea, pero el miedo se alimentaba de esa larga carroza que lo transportaba.
*
Fue mediodía la primera vez que Don Herman subió al metro con su nieta Susane, lejos de Alemania. Los vagones se abarrotaban. Las personas lo pisaban, lo empujaban, escuchaba insultos que él no entendía, incluso de quienes iban sentados junto a la ventana sin rozar a nadie en el pasillo. Todos despotricaban para culparse, para descargar rabia, para apaciguar las ganas de almorzar, para ser parte de esa comunidad instantánea de la sobrevivencia.
Regurgitó, el vómito había alcanzado los pies de cuatro personas y medio cuerpo de un niño que regresaba solo de la escuela. Con más susto que vergüenza, Susane, detrás de su abuelo, apenas había recibido unas cuantas chispas del jugo gástrico mezclado con los trozos de la única pera que Don Herman había desayunado. “Perdonar”, les decía a las personas con su acento extranjero mientras sus piernas cedían a su propio peso. Los testigos cercanos, incluso los vomitados, se paralizaron, el griterío se apaciguó, hubo una tensión que mezclaba estupor y compasión por aquel señor pálido, arrodillado con las manos apoyadas en el suelo, mirando a pocos centímetros la descarga de su estómago. Con ayuda de dos hombres, Susane lo levantó para salir en la estación próxima no sin antes usar su bufanda amarilla para limpiar el piso y al niño uniformado que sollozaba repitiendo la frase “Yo no fui, mamá”; recordar las represalias en casa detonaron su ecolalia. El vagón era escenario y palco a la vez. Todos se veían los unos a los otros, tratando de encontrar en la mirada ajena una coincidencia con la expresión generalizada: pobre viejo.
Durante la lenta caminata que hicieron para salir de la estación, Don Herman le explicaba en alemán a su nieta lo que experimentó súbitamente. Ella comprendió que él había tenido un ataque de pánico. Una semana después, en una sesión de terapia le dieron el nombre de siderodromofobia: la marca de hierro caliente que los trenes nazis dejaron en su memoria.
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Don Herman descartó el taxi. Susane no sabía que su abuelo había tomado el metro para ir al teatro. Sudaba sentado en una de las esquinas, al final del vagón. Eran las cuatro de la tarde, nadie a su lado, poca gente a esa hora, que parecía la misma cuando por primera vez sus ojos de niño se maravillaron con aquel invento largo y rodante del progreso humano.
Don Herman, veía la ventana sin mirar, como si detallara las partículas del vidrio y no lo que se mostraba a través de él. Las imágenes relampagueaban en su cabeza: el pequeño Herman de siete años estaba inquieto de felicidad al ser movido por aquella serpiente de hierro que solo había tenido como juguete. El calor del verano de 1944 hacía que todo fuera más emocionante, pero esa gran máquina de vapor era diferente a la suya de madera, no tenía ventanas. Viajaban de pie, él en brazos, en medio de los dos cuerpos con rostros contemplativos de sus padres, rodeados por otros cuerpos silenciosos o sollozantes. El año siguiente hizo su segundo viaje, solo. Dos días antes de cumplir sus ochos años fue trasladado a otro campo de concentración donde la resistencia física de su cuerpo joven y la suerte lo convirtieron en sobreviviente.
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Don Herman apretó los párpados. Por primera vez dejó que su orfandad en ese carrusel de imágenes se desplazara sin resistencia y le humedeciera el rostro para experimentar el desamparo infantil sobre los rieles que trasladaban sus viejos huesos. No pensó en la siderodromofobia porque aún no sabía pronunciar esa palabra con la habilidad retórica de su psicólogo. Un paciente como él solo sabía decir “sobrevivo” mientras se bajaba en la estación del centro, con buen tiempo para ver a Susane a las 4:45 p.m. interpretar a Wagner en el chelo.
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