Aquí, en la República Argentina, estamos demasiado pendientes de nuestros propios problemas internos y generalmente cuesta mirar los asuntos mundiales en la debida perspectiva.
Es cierto que tenemos graves dificultades políticas, económicas, sociales y culturales que nos son peculiares, sin embargo, hay una “superestructura” -diría Karl Marx-, como ser sucesos geopolíticos que nos trascienden y nos afectan y que están aconteciendo justamente ahora ante nuestros ojos: me refiero a que las potencias están tomando sus posiciones y se están preparando para llevar a cabo un cambio de Era, lo que nos pone en riesgo de entrar en una probable batalla total.
Digo “total” porque este es un gran orbe globalizado y complejamente urdido por las redes de información, donde lo que ocurre no solo lo podemos saber en tiempo real, sino que, además, podemos sentir de manera casi inmediata sus efectos y sus consecuencias.
Para asumir las situaciones límites, las sociedades recurren con frecuencia a la narrativa sagrada. El mismo presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, el año pasado, ante la crisis en Ucrania declaró que estamos “bajo el riesgo más elevado de una catástrofe nuclear o un Armagedón”. Y, esta expresión, nos remite al fin del mundo. A la ira divina.
En etapas de trance y desorientación -según el psicólogo suizo Carl G. Jung- pueden ascender a la superficie de la consciencia arquetipos ancestrales y, a menudo, recordamos conscientemente aquellos mitos que dan sentido y lectura a nuestro presente. Mediante la mitología exponemos eso que se nos dificulta decir de otra manera.
En esta línea, podemos evocar lo que registra el Nuevo Testamento, más precisamente el libro del “Apocalipsis” de Juan. Este texto nos habla de ciclos escatológicos. Nos dice, entre muchas otras cosas, que el Mesías en su Segunda presencia, aquel que siempre esperó el Imperio romano cristiano, incitará a las Naciones enemigas y “las reunirá en el lugar que en hebreo se llama Armagedón”. Evidentemente el apóstol estaba citando a una antigua profecía judía, tanto del libro de “Zacarías” como del libro de “Ezequiel”, cuando articulan simbólicamente que los enfrentamientos armados que se dirimían en el Valle de Megido eran decisivos. Era el juicio de Dios contra los poderes políticos corruptos. Megido o “Monte Meggido”, cuyo nombre en hebreo se vierte como “Ar-Maggido” (Armagedón), era un sitio estratégico donde en la antigüedad se creía que Yahvé peleaba sus batallas inapelables y definitivas.
Dejando de lado las analogías religiosas, pero reteniendo el dato, remitámonos entonces a nuestra realidad. Es verdad que ahora mismo las posibilidades de una guerra a gran escala con un desenlace imprevisible está más cerca que nunca. La retórica nuclear de la Federación de Rusia es por lo menos preocupante, como también la expansión misilística en el país vecino, Bielorrusia, cosa que no ocurría desde la Guerra Fría.
Las grandes hostilidades del siglo anterior estallaron en los albores de un cambio radical de época. Los avances técnicos, mecánicos e industriales, la reformulación social, las emergencias de nuevos sujetos políticos sumado la resistencia a la inevitable descolonización, dio a luz la necesidad tácita de acabar con una etapa de la historia, es decir, una restructuración de las fronteres imaginarias del globo y el surgimiento de otros actores de poder. Todo esto decantó en las dos guerras mundiales que conocemos.
En la actualidad estamos viviendo una situación bastante similar, con el aditivo, no menor, que existen arsenales nucleares. La ventaja tecnológica de carácter digital que apuñala a nuestra era, así como los adelantos en las comunicaciones, como, por ejemplo, la telefonía móvil, las redes sociales o la novedosa inteligencia artificial, que indudablemente prometen modificar la civilización en curso ya en declive moral y humano de una manera impensada se suma a una enorme debacle económica y climática.
Esto requiere nuevos y constantes acomodamientos tectónico-políticos. Hay grandes promesas para el futuro cercano, pero también serios peligros. El desencanto de las democracias y el ascenso de los totalitarismos se huelen en el aire. La misma técnica va camino a la especialización de unos pocos y a la lumpenización de muchos. Detrás del “ChatGPT”, por citar un caso, hay trabajo esclavo proveniente de la mano de obra de los pueblos de la periferia. Asimismo, sucede con “Amazon”, aunque no lo tengamos en cuenta. Aparece un curioso “proletariado” que no llega a ser un nuevo “sujeto político” porque no logra desarrollar consciencia de sí.
El pensamiento intelectual hoy no es de relevancia. Los llamados refrentes actuales que la mayoría citan son demasiado “light” y, sin duda, junto a muchos otros constructores ideológicos, sirven a intereses programáticos de grandes grupos económicos para mantenernos subsumidos en el “opio” actual.
La posibilidad de una embestida militar a escala global es por lo menos posible por la sencilla razón que la supremacía de los Estados Unidos está en riesgo cierto a partir del florecimiento del gigante asiático. Pareciera que hay una necesidad epocal de reformular fronteras y de estabilizar otras reglas. La “Primavera árabe” de la década pasada, en concreto, obedeció en parte a esto. Quizás el progreso de la OTAN sobre los territorios de ex Unión Soviética también obedezca a que hay que frenar el avance chino en la Ruta de la Seda y obviamente la dependencia de Europa de la energía asiática (No olvidemos el último ingreso de Finlandia).
Mientras parte del universo musulmán está tomando partido por la OCS (Organización de Cooperación de Shanghái), a la vez que Israel se decide del lado occidental, solo muestra que dichos actores se están colocando en una postura de ataque, que en el juego de ajedrez se denomina “apertura”. Sin olvidar que Corea del Norte conmina a su vecino del sur y a Japón obligando a los Aliados a realizar las mayores maniobras militares en el Océano Pacífico desde el ataque a Pearl Harbor.
El “Oso ruso” en alianza con el “Dragón chino” se levantan en un empuje contra el “Águila calva” y los estandartes imperiales de Europa. Taiwán puede ser un detonante. Todo está en tensión y en modo de alerta para entrar en acción. Una acción que tal vez nunca suceda, pero sin duda se encaminan a esa meta. Estamos en los umbrales de una reconfiguración geopolítica y sabemos que estas líneas imaginarias no se mordican sin derramamiento de sangre. El asunto es que hoy la fragilidad de la “Pax Atómica” hace difícil pensar en una continuación de la especie.
El mundo siempre estuvo atravesado por el antagonismo de poder. Desde las expansiones del antiguo Egipto sobre Asia Menor, de Asiria y de Babilonia sobre El Levante, sin olvidar a Persia, Grecia y Roma, hasta decantar en la potencia binaria angloamericana que llegó abrazar el planeta. Este armado de la historia está en decadencia, está a las puertas de llegar a su fin. El sistema hegemónico liberal que comenzó con la caída del Muro de Berlín y que se autodenominó “Nuevo Orden Mundial” proclamando el final la historia está quedando vetusto y se está transformado en otro “Novísimo Orden” en una necesidad de revivirla, esto parece inevitable: necesariamente para que eso ocurra se deberá derrumbar el antiguo régimen. El problema consiste en que semejante movimiento nos pone al borde de la “muerte del futuro”.
¿Después qué? No queda más que un retorno a la prehistoria.
El “ángel de la historia”, el que mencionara Walter Benjamin, cuando mira al pasado solo ve cataclismos, pero cuando yergue su rostro al futuro, únicamente puede ver un triste vacío. Posteriormente al desplome de todos los valores queda la ruina. Friedrich Nietzsche fue un gran profeta al anunciar en su obra póstuma “La voluntad de poder” que un fantasma recorría aquella Europa: el nihilismo, la nada, la devastación; yo agregaría que nuevamente otra sombra más oscura y tenebrosa peregrina sobre este tiempo: la invitación a un Armagedón con final incierto, antesala de la nada, quizás el preludio de un regreso a una medievalidad “tecno-primitiva”, a una “noche oscura” que todavía nadie puede entender bien cómo será.
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