“El turista de hoy se ha acostumbrado a viajar para constatar.”
Nosotros estamos siendo testigos de una época en la que imperan las imágenes. Los medios de comunicación se han volcado hacia ellas y empezamos a entender el mundo desde lo visual. El turismo, que no ha sido ajeno a estos cambios, también está apostándole a este discurso. El factor sorpresa característico de toda aventura emprendida tiempo atrás se ha ido diluyendo, ya nada deslumbra. El libro El viaje imposible. El turismo y sus imágenes de Marc Augé nos sitúa en la mitad de este debate entre el viaje turístico y el viaje experimentado o documentado. Según él, el turismo ha decidido hacer pasar la imagen por la realidad, es decir, se está ficcionalizando la realidad. Se hace creer a la gente que la realidad es lo que se presenta en los catálogos de viajes pero, no es así. Allí lo que se muestra es apenas una idea de realidad, no la realidad en sí.
Las tres partes que componen este libro nos desvelan la teoría del autor sobre los cambios que se vislumbraban desde hace más 20 años –el libro fue publicado en 1997– en el campo de los viajes y el turismo. Augé apuesta por una mezcla entre relatos de viajes y reflexiones paralelas sobre el turismo y sus matices. Si bien es cierto que la primera parte “Reportajes” se centra en relatos de viaje propiamente dichos, la segunda parte “Clisés” intenta dar esa doble mirada de viajero y de crítico de viajes, para culminar en una tercera parte “Paseos por la ciudad” netamente crítica y reflexiva sobre los viajes y el rol del turismo masificado en nuestros días. Poco a poco, nos vamos introduciendo en un mundo en el que todo tiene cabida. El gran riesgo que se presenta a lo largo del libro es la posibilidad de perder la capacidad de imaginar. La imaginación nos mantiene vivos y nos invita a pensarnos desde diferentes perspectivas. Sin embargo, el turismo masificado está coartando esa libertad y nos está llevando a reducirnos a imágenes sin un hilo conductor definido. Se está perdiendo la esencia y solo estamos teniendo acceso a la copia de la realidad, asistimos al ‘espectáculo’ de nuestra propia vida.
Viajar ha dejado de ser visto como una manera de encontrarse con el ‘otro’, de descubrir y explorar, para convertirse en la simple verificación de lo que distintas personas han contado o retratado. El turista de hoy se ha acostumbrado a viajar para constatar. De hecho, la verificación de los lugares se materializa en las fotografías que toman los turistas a diario en los monumentos catalogados como ‘imprescindibles’. Cabe preguntarse por qué se han denominado imprescindibles y por quién. La historia es apenas una excusa para hacer creer a los recién llegados que determinados lugares merecen mayor atención que otros. Tal como lo señala el autor “todos somos hijos de este siglo: todos tenemos necesidad de la imagen para creer en la realidad y necesidad de acumular testimonios para estar seguros de que hemos vivido” (p.66). Nos hemos habituado a buscar soportes para avalar nuestras experiencias. La prueba más contundente de esto es Instagram. A diario tomamos fotos que compartimos con allegados y amigos con la ingenua ilusión de que al estar en esta plataforma son más reales y generan mayor credibilidad de nuestras andanzas por la vida. Eso no es así. Estamos jugando a convertir la realidad en ficción. Los límites entre los dos se trastocan.
Por otra parte, el autor es muy enfático en aclarar que no se debe confundir de ninguna manera la noción de viajero con la de turista; son dos formas distintas de abordar un viaje. El viajero indaga, se deja llevar por su curiosidad y trata de ver aquello que no es evidente en cada lugar. En cambio, el turista se deja guiar por los recorridos que le impongan; viaja para mostrar a su regreso que ha ido allí a donde le han indicado. De hecho, la industria del turismo aprovecha esta circunstancia para evitarle al turista la molestia de alejarse mucho de casa; le vende planes que estén cerca y que le recreen los ambientes de zonas apartadas en espacio y tiempo. Al no reflexionar, no se cuestiona, tiene miedo de salirse de su zona de confort. El turista se monta en la idea de ser quien no es por unos días. Sin embargo, sucede que el turista no sale de su burbuja y permanece eternamente en ella porque el turismo le ha hecho creer que no es necesario salir de ahí. Esto supone para Augé un peligro muy grande: la falta de interacción con los demás.
El último texto del libro es una visión de un París automatizado, en el que todo está mediado por las maquinarias turísticas en su versión extrema y por pequeñas islas constituidas por individuos que no se relacionan entre sí. Aunque pudiera darse una sensación de fatalismo con este relato, es la ejemplificación del devenir de nuestro mundo globalizado en el que todos queremos saber y conocer todo y creemos que lo logramos al tener acceso a contenidos mediatizados de cada rincón del mundo. Es un hecho que la tecnología esconde una doble cara. Por un lado, nos acerca a lo desconocido, nos permite sentirnos cerca de ello pero, por otro, nos aleja del contacto con el otro. En los viajes la gente se preocupa más por captar la imagen que por vivir la experiencia. La aparición de elementos como el selfie stick ha cambiado las dinámicas sociales drásticamente. Según algunas cifras “en el último trimestre de 2014, las ventas de palos de selfie crecieron en Amazon.es más de un 370%”[1]. Ya no hace falta interactuar con un desconocido para pedirle que nos ayude a tomar una fotografía, nosotros podemos hacerlo como robots que intentan no interactuar con nada más que con su propio sistema. La esencia misma del viaje se ha transformado. Ya no se viaja para explorar sino para constatar; no se interactúa sino que se actúa en soledad.
Es claro que a Augé le preocupa lo que está sucediendo con el concepto de viajar y de los viajes en sí mismos. Por eso dedica estas páginas a reflexionar sobre ello y trata de encontrar salidas para evadir el panorama nefasto del turismo desenfrenado. Para él, la tarea más urgente es “volver a aprender a viajar, en todo caso, a las regiones más cercanas a nosotros, a fin de aprender nuevamente a ver” (p. 16). Si hacemos caso de esta recomendación, el primer consejo para todo aquel que quiera viajar es dejarse sorprender por lo que lo rodea a diario. Damos por sentado que nada nuevo nos puede ofrecer el panorama que tenemos en frente y no es así. Es jugar a ser niños de nuevo y recuperar la capacidad de asombro. Además, todo viajero debe tener claro que un viaje no siempre implica un desplazamiento. A veces de los viajes interiores se aprende más porque se conoce a uno mismo, sus alcances y sus límites.
Cabe mencionar también que el viajero recibe una invitación en este libro a ser crítico. En efecto, a eso le apuesta Augé cuando hace sus relatos, a ser un viajero que observa y analiza el lugar que visita. No hay que tener miedo de dejarse llevar y descubrir aquello que no se ve a simple vista. Antes bien, vale la pena arriesgarse. Observar, analizar y significar de una manera particular, distinta a las ya mundialmente conocidas, cada rincón que se explora es la tarea principal que debemos realizar los viajeros de hoy. Se trata de aprender a viajar para descubrir, para perderse y encontrarse. Es una forma de demostrarle a la vida que no buscamos planes establecidos, sino aventurarnos y aprender de las lecciones de cada día. Si algo nos enseñó la pandemia fue a habitar este mundo de otra manera, quizás mucho más consciente que antes.
Todas las columnas de la autora en este enlace: https://alponiente.com/author/mpmendez/
[1] CLARA, J. Selfies stick: una moda que es tsunami. <http://blogs.elobservador.com.uy/retazo/post/1875/selfies-stick-una-moda-que-es-tsunami/>
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