El hombre y la guerra como significantes vacíos

Como si fuese un tablero de ajedrez las potencias se disponen para la batalla total.

Estados Unidos, el Reino Unido y Australia desplegarán submarinos nucleares en puntos estratégicos en caso de un conflicto mundial. Por su parte, China, Irán y Rusia harán su propio triángulo ofensivo. Todos se preparan para una posible conflagración a gran escala, colisión que tal vez nunca suceda. O, tal vez sí. O, tal vez ya esté sucediendo y no haya quien se percate de ello.

Pensemos en lo siguiente: al igual que ocurrió durante la Guerra Fría, quienes realmente padecieron el martirio de la “guerra caliente” no fueron las grandes potencias, sino que fueron, en realidad, los pueblos de la periferia. Asimismo ocurre en esta especie de “multi- rivalidad” del siglo XXI, pues se dirime como antaño en zonas marginales, como por ejemplo en los enfrentamientos en Siria o en Ucrania, por citar algunos casos.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental con respecto al siglo pasado. Allí, a pesar de todo lo malo, encontrábamos un intento por parte de la sociedad de un abordaje crítico acerca de lo que estaba acaeciendo: existía la denuncia de que el hombre estaba en camino a ser diluido por la técnica, por un lado, y ahogado dentro de la “masa”, por el otro. Ante los horrores expuestos durante la Segunda Guerra Mundial les angustiaba el peligro de perder la humanidad en medio de tanta barbarie; ahora, ya no queda ni eso.

En la época actual estos temores se han cumplido (el hombre ha desaparecido en la simulación de sí) sin que siquiera nos advirtamos de ello, pues no hay sujeto como tampoco hay filosofía. El pensar importa poco. Dicho sujeto ha sido consumido por el creciente orbe digital. Y si no hay sujeto tampoco hay ninguna acción que sea punible: lo que llamamos “hombre” y “guerra” ha quedado arrojado a un “significante vacío”.

Pensar las hostilidades fueron parte de las ocupaciones de aquellos intelectuales. De hecho, en esto consistieron algunas de las preocupaciones tanto de Martín Heidegger como de Jean-Paul Sartre. Uno desde la justificación del espiritualismo brutal del nazismo, el otro, desde la acusación de la participación individual envuelto en el hecho de matar. Mientras el pensador de la Selva Negra coloca al ser en la existencia arrojado a su destino bélico, el Voltaire existencialista hace del ser un sujeto acongojadamente libre e inevitablemente “responsable” de sus actos.

Pregunto hoy: sin sujeto, ¿quién se hace cargo de las matanzas? ¿Los gobernantes? ¿Los soldados? ¿Todos? ¿¡Nadie!?

En tanto Heidegger lo ve como necesidad inalienable para la depuración de la raza, Sartre no. Se tomó el atrevimiento de levantar el guante de la reflexión de André Malraux cuando expresó “que en la guerra no hay inocentes”. Vicente Fatone explica “que todas las tentativas para encontrar culpables fuera de uno mismo eran conductas de excusas. Cada pueblo -mejor: cada hombre- tiene la guerra que se merece”. Todos deberíamos confesar como escribe en “El ser y la nada”: “Soy tan profundamente responsable de la guerra como si yo mismo la hubiese declarado”.

Esta personificación como toma de consciencia es interesante. Somos de alguna manera culpables de las guerras que han ocurrido durante nuestra existencia. No podemos sustraernos de ello. No hay espacio para la indiferencia. Esto abre la posibilidad de su evitabilidad.

Desde esta perspectiva, no solo fue Rusia la que invadió Ucrania, sino que todos nosotros lo hemos hecho. Como así todos nosotros la hemos defendido. En definitiva, de un bando u otro, hemos ido indirectamente a matar. Lo hemos permitido. La guerra no la hacen los conspiradores ocultos detrás de bambalinas, la guerra la hacemos colectivamente, por acción o por omisión.

Somos tan responsables de ella como de la posibilidad de haber dicho que no. Si fuimos a la guerra -acota Sartre- es porque quisimos. Debimos habernos negado, y debimos habernos hecho eco de esa negación, sea enfrentándonos a prisión, a un pelotón de fusilamiento o simplemente al suicidio. El soldado no solo puede eludir órdenes que contradicen la vida, sino que debe hacerlo, razón por la cual no debería ser soldado. Los miles de ciudadanos rusos que escaparon de su tierra para no ser reclutados, quizás no huyeron por cobardía, quizás se fueron precisamente por el valor de la rebeldía. Empero, para que haya alguien que diga que no, debe haber un reconocimiento ontológico.

El problema de la guerra en nuestro milenio no obedece exactamente a estos parámetros. De hecho, nunca lo hizo. Pero por lo menos antes estaba vivo el planteo. Y eso es algo. Vemos que el sujeto cayo en dicha ausencia, agujero que es llenado por la idiotez de lo virtual. Al no haber ente no hay nadie que se haga cargo. La comparación es siempre falaz, aunque necesaria.

En las reflexiones existenciales de la posguerra todavía había sujeto punitivo, había algo que se juzgaba como el mal, aunque en claro peligro de difuminarse. Ya no quedan almas que se hagan responsables. Este se ha desdibujado cayendo en la desaparición de lo digital. Hoy no tenemos ni siquiera filosofía adecuada para pensar el horizonte que se avecina.

Lo que implica que estamos en peligro de perder a un ser que piense y se piense, que construya e intervenga en su tiempo; ese ser actual ha dejado de reflexionar, ha dejado de querer saber, ha hipotecado su existente en función de su nada. Y este es un riesgo aún mayor.

Pensar las guerras contemporáneas, las que hay y las que vendrán, es una deuda impaga. No se trata de la aniquilación de los pueblos inocentes solamente, se trata de la extinción de algo más profundo: hablo de la constitución de significantes reales, de una capacidad crítica, de cargar con sus juicios, que el hombre que se encara hacia la próxima catástrofe difícilmente podrá asumir haciendo de ella un mundo más tenebroso, indiferente e ignoto todavía.


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Sergio Fuster

Filósofo, Teólogo y ensayista.

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