La defunción de la Reina Isabel II despertó delirios de entusiasmo y frenesí entre quienes comprenden la trascendencia del modelo monárquico contemporáneo. Despabiló también el agravio de los que reprueban aquella construcción social casi divina, la corona. Muy a pesar de aquellos que demandan el fin de la institución, las monarquías, coronas y principados juegan un papel primordial en el orden mundial como lo conocemos. No son meros simbolismos o excusas culturales para justificar la necesidad de cohesión entre los súbditos. No son gastos de Estado desorbitados cuando el peso de la historia te permite la responsabilidad de escribirla. La monarquía es una institución garante de las nuevas democracias, que exhorta los valores espirituales en la sociedad, y devela una nueva forma de imperialismo en la naturaleza del status quo.
Cuando la Guerra de los Treinta Años llegó a su fin Europa estaba colapsada. Las refriegas entre otras causas, enfermedades y cruzadas acabaron con un cuarto de la población en su momento. Las monarquías, egoístas e imponentes, adelantaban una campaña de imperialismo arrasador que terminó con el conocido Acuerdo Westfaliano. Repasando la historia fue este el comienzo de la transición de las potencias a el mundo libre y democrático. En efecto en algunas regiones del mundo se constituyeron con el paso de los centenarios las democracias parlamentarias. La nueva regla sería entonces el balance de poderes entre las instituciones del estado. Esto advierte así que las monarquías son garantes de la democracia y veedoras de los gobiernos escogidos por los súbditos. No se puede acabar una institución que garantiza el continuismo democrático, ni afectar el balance de poderes que ha enmarcado a estas superpotencias como las más grandes de la historia.
En Inglaterra Su Majestad es considerada a su vez la cabeza de la iglesia anglicana. Este es un rasgo cultural de las iglesias protestantes, pero también de algunas monarquías orientales. No podemos decir que la concepción de todos los principados es Cristo-céntrica, pero sí que exhorta valores espirituales que dan respuesta a muchas preguntas existenciales de la vida cotidiana. La exhortación de la vida espiritual y el peso de una figura mística como un propósito de coexistencia, avala el nacimiento de identidades sobre lo fundamental. Acabar con la monarquía implicaría la desfiguración de la obediencia como camino a la libertad. En este respecto para muchas sociedades, incluso para los mismos reyes, el propósito de la obediencia siempre se ve reflejado en el deber cumplido, la felicidad sucede en un segundo plano, y así el peso de la tradición recae como lo correcto, lo moral, lo libre.
Una sociedad que se cree libre se ha dedicado a satanizar al imperialismo. Fueron las monarquías y sus ambiciones económicas sobre las potencias por explotar, las que hicieron de estas grandes naciones las más ricas del mundo. Entonces el estatus quo se lo debemos también a la monarquía. Así funciona el mundo desde la naturaleza de Hobbes. Los grandes se imponen sobre los chicos. Con las democracias parlamentarias y sus monarquías experimentamos un imperialismo hostil en lo económico pero sencillo en lo militar y permisivo en lo cultural. Solo basta con ir al supermercado y confirmar cuantas marcas aparentemente locales son en realidad de procedencia monárquica, hoy inglesa. Es este nuevo modelo imperialista es el que sigue permitiendo que el orden mundial se comporte, desde lo que se concibe como libertad, con los mismos patrones que han hecho ricos a los astutos, e inteligentes a los necesitados. A los sin sentido, buena suerte acabando con este imperialismo inagotable del presente siglo.
Cuando pensamos en las monarquías hay algo esencial, una píldora para la memoria. En la actualidad existen líneas de pensamiento ideológico que atacan los principados, los tildan de patriarcados opresores y vetustos. Por mencionar algunos, la mayoría minorías, están los indígenas o afrodescendientes, los progresistas, las feministas, entre algunas otras corrientes. Partiendo del sentido común hay que recordar que estas comunidades, víctimas según la historia, también estuvieron y siguen estando constituidas por una estructura de realeza en la que el cacique es el mandamás. Otros muchos gobiernos de mismo corte anhelan el fin de la monarquía, pero se deleitarán de banquetes en la despedida de Su Majestad Isabel II. ¿De que nos hablan estas corrientes incoherentes? La monarquía no es una estatua, una leyenda o un simbolismo, es una institución que ha sobrevivido las tormentas más feroces del anarquismo y ha festejado unas dulces victorias de apetencia, viva la perpetua monarquía.
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