“Si en los 90 Mike Godwin Propuso la “ley de Godwin”, que dice que entre más dure un debate en línea más probable es que alguien mencione a Hitler o los nazis, debería haber una ley similar que diga que entre más se alargue un debate político más probable es que aparezca Stalin. Creo que proponer y publicitar ese tipo de “leyes” en un modo irónico realmente hace que la gente se abstenga de recurrir a esa clase de lugares comunes, argumentos comparativos carentes de toda reflexión”.
En todo debate sobre política lo hemos visto. Cuando alguien menciona subsidios o garantías básicas de salud, educación o alimentación, siempre habrá alguien que diga de una forma u otra que ese tipo de políticas eran las de Stalin en la Unión Soviética o más recientemente en Latinoamérica la Venezuela de Chávez- Maduro. Si en los 90 Mike Godwin Propuso la “ley de Godwin”, que dice que entre más dure un debate en línea más probable es que alguien mencione a Hitler o los nazis, debería haber una ley similar que diga que entre más se alargue un debate político más probable es que aparezca Stalin. Creo que proponer y publicitar ese tipo de “leyes” en un modo irónico realmente hace que la gente se abstenga de recurrir a esa clase de lugares comunes, argumentos comparativos carentes de toda reflexión. Uno entiende esta tentación no como un recurso argumentativo sino como una estrategia retórica propagandística. Si la izquierda tiene la ventaja moral de preocuparse por el bien y la justicia colectiva, por encima de los intereses individuales, la derecha capitalista tendría que demostrar que la preocupación por el desarrollo individual genera un bien superior, que ser egoísta es de hecho la mejor decisión colectiva. Para no entrar en esa aparente paradoja es mejor atacar al adversario: “tus aspiraciones de un bien mayor causaron más daño y ciento de millones de muertes”.
Creo que este tipo de ideas falla porque si definimos la izquierda como toda aquella preocupación por un colectivo y las medidas necesarias por parte del estado para garantizarle una serie de derechos, pues los ejemplos van mucho más allá de Stalin o Chávez, y serían mucho menos violentos y mucho más exitosos, incluso si se toma como éxito únicamente criterios de crecimiento económicos. Todos los países desarrollados en algún punto de su historia han implementado políticas “colectivistas”; reformas laborales o agrarias, garantías de derechos fundamentales como educación o salud mediante un estado de bienestar (que por cierto los marxistas del siglo XX, incluyendo Stalin, detestaba). Incluso en América Latina gobiernos cercanos a Hugo Chávez, nunca llegaron al nivel de Venezuela. Así que con tantos ejemplos tomar el peor escenario posible es simple y llanamente mala fe.
Además, un capitalismo completamente libre nunca ha existido. Toda gran empresa, todo oligarca y todo multimillonario, se han beneficiado en algún punto de la labor del estado, así sea brindándole una infraestructura sólida para su negocio, mano de obra calificada o seguridad. No solo están tomando lo peor y más extremo de un lado, ignorando todo posible matiz, sino que lo comparan con un abstracto ideal cuyas ventajas no pueden ser demostradas.
Al final el debate no es si debe haber un estado grande con mucha capacidad de intervención sino a quien debe favorecer, a un grupo pequeño de individuos ya de por sí con muchas ventajas o a grandes grupos con serias desventajas. Un estado igualador o un estado multiplicador. Prueba de esto es que, si en estos debates aparece la mención de Singapur o Emiratos Árabes, a pesar de ser totalitarios, van a recibir en beneplácito de la derecha capitalista y autodenominada liberal. Van a ser ejemplos de cómo combatir la corrupción o cómo usar los recursos extraídos del petróleo, aunque dichos resultados sean producto de estados muy intervencionistas y poderosos. Países que, por cierto, pese a todos sus fallos, siguen invirtiendo en la educación y la salud de sus ciudadanos.
Otro punto que hace discutible cualquier comparación entre cualquier gobierno o política de izquierda con el régimen estalinista es una ceguera selectiva. Ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Mientras a Stalin y a cualquier líder comunista se le cuenta cada uno de sus muertos con rigidez matemática, bien sea producto de la persecución política, de la invasión, de la guerra o de las malas políticas estatales, todo muerto cuenta como producto derivado de la ideología comunista. Mientras que a la derecha capitalista sus estragos son hechos aislados, que nada tienen que ver con la ideología. Sí claro que hay figuras que destacan como los malos de la derecha, casi todo dictador en América Latina, Antonio de Oliveira Salazar en Portugal o Francisco Franco en España, se les ve como desviaciones y errores, subproductos de la guerra contra el comunismo y no como representantes idóneos de lo que significa ser de derecha. En Colombia en ningún debate político se le acusa a un candidato de derechas parecerse a Franco o a Pinochet, las comparaciones se limitan al ya antes mencionado caso de Hitler, pero estas comparaciones son comodines que funcionan para lado y lado, según convenga.
Nadie usa a Pinochet porque sería considerado una ligereza absurda dados distintos contextos históricos. Y porque en el fondo a muchos votantes de derecha le gustaría la comparación: el hombre fuerte que representa el último bastión contra el comunismo y que hará crecer la economía y la industria. Mientras tanto las comparaciones entre cualquier candidato de izquierda con Stalin, Chávez o cualquier otro aparecen como supuestos argumentos sólidos y reacciones naturales y nunca un candidato de izquierda va a aceptar la comparación por el lado bueno, no va a hablar de la industrialización y avance científico logrados por el régimen soviético, ni va a señalar que la caída drástica de la pobreza en el mundo desde los años 70 se debe casi que en exclusiva a la China comunista o que Chávez mantuvo el índice de desarrollo humano de Venezuela por encima del de Colombia durante todo su régimen.
Más allá de las visiones y la instrumentalización de los líderes históricos de un lado u otro, habría otro punto que no se toma en cuenta. Finalmente, a la derecha no le interesan tanto sus gobernantes, sus referentes son los hombres de negocio, los hombres que abren nuevos mercados y cuya iniciativa e interés individual han construido el mundo actual. En esta visión de mundo solo podemos esperar que las opciones nobles y correctas sean también las opciones más rentables, porque cada vez que tengan que elegir van a elegir la rentabilidad. Cada vez que una empresa multinacional elige el beneficio económico sobre la calidad de vida de un grupo de seres humanos debería el capitalismo ser tan fuertemente juzgado como cuando se toma a Stalin para juzgar a toda la izquierda.
Así fue durante la Guerra Fría, denunciar los desmanes del capitalismo era la norma, pero esta práctica ha entrado en desuso. Ya nadie menciona por ejemplo a la United Fruit Company y su influencia en la pobreza de Centro América. O distintas empresas privadas financiando grupos paramilitares en Colombia, no solo por protección sino para amedrentar a sus propios trabajadores. O los casos de cualquier empresa minera, generalmente con sede en Norteamérica o Europa, pero extrayendo recursos en África o Latinoamérica, ofreciendo las peores condiciones de trabajo posible y con un impacto ambiental desastroso. Acá el culpable no es el empresario sino el consumidor final, que muchas veces desconoce el proceso, pero ¿qué culpa tiene un hombre de negocios de proveer a sus clientes con frutas o con los aparatos electrónicos que requieren cobalto, coltán o litio?, ¿te imaginas un mundo sin esos aparatos? Obviamente discutir las condiciones laborales, la obsolescencia programada o la regulación ambiental es muy tedioso y les haría ganar menos dinero.
Extender casi universalmente el uso de la gasolina con plomo para mejorar el rendimiento de los vehículos (cuyos creadores sabían que era venenoso) es quizás el acto de genocidio más grande de la historia, culpable indirecto de alrededor de 1.2 millones de muertes anuales, se usó indiscriminadamente desde 1922 hasta 1970 cuando los países desarrollados lo prohibieron, muchos países en América Latina lo siguieron utilizando hasta los 90 y solo hasta el año pasado se abandonó definitivamente en Argelia, el último país del mundo que aún seguía usando gasolina con plomo. Pero claro cómo nos íbamos a quedar sin automóviles particulares que fueran eficientes en su gasto de combustible, te imaginas el costo y las pérdidas que eso hubiera generado. Muchas ciudades se hubieran tenido que diseñar no para el automóvil particular sino para los medios de transporte público y eso obviamente hubiera sido un triunfo del comunismo.
Sería bueno ante cualquier comparación con Stalin se volviera a la vieja tradición de sacar este tipo de cosas en cara. No pensar que van a hacer crecer la economía en beneficio de todos, sino en el mejor de los casos en beneficio de unos pocos, unos pocos que si se les da la oportunidad van a elegir el rendimiento económico sobre tu propia vida.
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