“¿Será que la dignidad se acaba con los signos vitales y que el cadáver, bella representación ajena de la más segura proyección propia, puede estar sujeto a la arbitrariedad del deseo latiente del viviente? Me niego a tal atropello. Si ser humano es ser un embutido, un relleno de vísceras, huesos, músculos y demás, que le tiren a una fosa o les quemen. Asunto resuelto.”
Qué cosa extraña encontrar en Colombia tanto misterio y tanta mirada obscena sobre lo que sucede detrás de los muros de una funeraria. No sé desde cuándo tanto pudor en torno a la muerte si nacimos debajo del vuelo azaroso de las balas y crecimos mamando la pólvora del cañón de un revólver. A algunos les quedó el alma negra y explotan en pedazos en las situaciones más anodinas; a otros sólo nos bastó con vomitar las entrañas enfermas para dejar en su lugar un leve susurro que los disparos acallan. Pero no todo es horror nacido de la violencia. La muerte es también para aliviados y afortunados.
Alguien tiene que hacer el trabajo. Y no, no hay morbo; tampoco tiene que existir una obligación o “perversidad” de por medio; ni quiera un interés económico o social, si es que se pudiera imaginar algo así. La tanatopraxia es el oficio que completa la rueda; es el atrevimiento del Bautista en el sumergimiento de sus fieles en el Jordán para volver a nacer, para ser otros, sin culpas, sin castigos.
El profesor Frank David Rojo en su libro, para justificar la importancia de la tanatopraxia, apela a las razones que habitualmente se invocan, esto es, unas razones higiénicas, estéticas y psicológicas. Sin embargo, hace falta en esta argumentación un sentido aún más importante que los mencionados y por mucho ignorado sin más. Sí, es importante cuidar la salud pública. Sí, es necesario echar mano de conocimientos sobre tanatoestética y reconstrucción para una más amable cara de la muerte y, claro, es perentorio que esta impresión conduzca a un sano comienzo y abordaje del duelo. Pero, entre tantas cosas, ¿dónde quedó el fallecido? ¿dónde se le quedó la humanidad como para que deje de ser tal?
No basta con tener una gran cantidad de conocimientos y técnicas para la preservación. Tampoco es suficiente con atender a diez, veinte o mil y llamarlo otro día más. Falta algo, mucho más fundamental, y con esto me refiero a que se necesita hacer un viaje mucho más profundo hacia una comprensión más humana del cadáver, quien, de esta manera, no es “cosa” sino “persona”. Un pensamiento que integre un concepto así es susceptible de ver en un laboratorio de tanatopraxia un lugar para la dignificación, ya no un sitio de trabajo sin más; además, es capaz de mirar en el rostro de quien yace ya sin aliento a un semejante, a un ser que es sujeto de dignidad, un otro que me interpela en mi propia humanidad y me exige un tratamiento tan justo y correcto como el de cualquier persona aún si su consciencia irreversiblemente se haya desvanecido.
¿Será que la dignidad se acaba con los signos vitales y que el cadáver, bella representación ajena de la más segura proyección propia, puede estar sujeto a la arbitrariedad del deseo latiente del viviente? Me niego a tal atropello. Si ser humano es ser un embutido, un relleno de vísceras, huesos, músculos y demás, que le tiren a una fosa o les quemen. Asunto resuelto. Y me permito aquí corregirme, pues las mismas razones psicológicas ya nos pueden ir dando pista de lo que se acuna en el ataúd. No es mero cadáver en su sentido etimológico de carne dada a los gusanos, sino un encontrarse con la lágrima que llueve sobre la tumba y sentir que ha caído sobre el ojo propio; es hallar una historia, un sufrimiento, una sangre que corrió por unas venas ya resecas, por unos deseos siempre insatisfechos y unos deshechos corazones nunca sanados; es, en definitiva, encontrar al ser humano plenamente formado, completamente realizado para ser devuelto al vientre materno más radical. Y lo más sensato que puede hacer un tanatopraxista en una situación tal es ofrecer un servicio tan bien hecho, tan respetuoso y cuidadoso que, si el paciente le fuese a hablar, lo más seguro que haría sería darle las gracias.
De esta forma, en el descubrimiento especular del yo en el rostro ajeno siempre enjuiciante, en la necesidad y casi imperiosa obligación de respetar una historia, un dolor y una lucha ya terminada, y, sobre todo, en la visión de un profesional que en su mismo quehacer se enfrenta al descubrimiento angustiante de sus propios límites, se podría pensar en esa cuarta razón que sustente la siempre vigente necesidad de la tanatopraxia. Alguno lo llamaría una razón ética que se desenvuelve a partir del reconocimiento de un otro, de un semejante, casi a la manera de una empatía que desemboque en la encarnación de su descomposición sobre la mesa; otros podrían pensar que es una razón existencial, pues pone al tanatopraxista en el siempre doloroso reconocimiento de unos límites que le configuren como ser en crisis o, mejor dicho, ser humano; inclusive, y con mucha justeza, se le podía llamar a esta razón como memorística, en tanto encarna el respeto por la historia y el relato que se cierra pero que se procura mantener, no sólo para una familia, sino para toda una humanidad que se hizo individual en el ser que llevamos hacia la tumba.
De esta forma, se apele a la memoria, a pregunta por la existencia o por la ética, la tanatopraxia es una labor que, aunque lamentablemente aún no profesional en Colombia, desde la misma confección de nuestra historia no nos puede pasar sin más ni puede ser tratada como un asunto meramente instrumental a partir de la cual se venden unos planes preexequiales y exequiales que signifiquen unos beneficios en materia de salud pública y economía, donde la humanidad se toca parcialmente desde el doliente y el difunto es excusa para el olvido y la instrumentalización. No hay que olvidar que, de todas maneras: “Cuando uno se estudia a sí mismo, encuentra que su alma es hecha de pedazos del alma de los antepasados” (González, Pensamientos de un viejo). El difunto ya nos habita. Respetar a ese ser inerte, puede ser, en últimas, respetar al cementerio que arrastramos dentro.
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