Una Democracia poco deliberativa.
Se regulará el lobby, ante la crisis latente en el Congreso, es de extrema urgencia contar con una ley que transparente el poder que grupos económicos o corporativos despliegan en las sombras, dañando todo el sistema democrático, lo cual produce más recelo en la ciudadanía, es por ello crear herramientas que fortalezcan la Democracia y la simple división de poderes han tenido históricamente una dinámica compleja. Así, nuestro sistema institucional presidencialista con particularidades autóctonas, potenciadas por factores históricos y contemporáneos, nos llevan a dilucidar, cual es la crisis de la cual se aqueja la ciudadanía. Si entendemos la división de poderes simplemente como un mecanismo de control del Poder perteneciente, en la modernidad, al ideario republicano desde una realidad material aristocrática o democrática.
La división de poderes es un mecanismo por el cual se intenta dividir al Gobierno en tres poderes con funciones, más o menos determinadas, y se pretende mantener esa fragmentación de alguna manera bajo cierto equilibrio de fuerzas. Esto es, independiente de la configuración institucional, una básica descripción, propia de la educación cívica más elemental, puede identificarse como el núcleo de todo conflicto interpretativo en tomo a la teoría. Es relevante el concepto de división de poderes que puede ser ubicado en proximidades al sistema de frenos y contrapesos a una separación de poderes los cuales siempre relacionados de diversa índole, sólo permite configurar una democracia inestable, muy débil y con gran déficit democrático, no pudiendo llegar a hablarse de Democracia, negando el ideal de pleno autogobierno de todos quienes somos partes y que damos justificación a una Democracia. Cabe entonces encontrar los arreglos y mecanismos institucionales que permiten, al menos teóricamente, ya no sólo una pacífica cohabitación con la división de poderes sino una dinámica institucional de consolidación, cooperación y superación. Según Dahl la división de poderes como principio rector de la teoría política moderna es, en su teleología, un principio eminentemente democrático, advirtiendo que el constitucionalismo no nació estrictamente con robusto compromiso, sino con fuertes reparos al ideario democrático, agrega Holmes que podemos entender la división de poderes puede ser precondición y base para el desarrollo de una vigorosa Democracia. Así el constitucionalismo desarrolló, hace poco más de dos siglos, un sistema institucional y una idea de división de poderes claramente elitistas, con gran desconfianza al debate público, a la participación ciudadana y a las decisiones mayoritarias, limitando a sus representantes en el poder legislativo haciendo de la soberanía nacional un conjunto de trozos de soberanía o más bien dividiendo soberanías con institutos contra-mayoritarios como el veto presidencial e instituciones contra-mayoritarias como el poder judicial o un juicio por jurados o la entronación fáctica de elites que se van rotando en los partidos políticos y por último, con un poder ejecutivo que si bien reducido en comparación a su antecesor monarca absoluto, cuenta con facultades que lo hacen temible y que históricamente siempre fueran ampliadas o ampliables por voluntad cesarista o ante la necesidad o ante las crisis y pausible de ser considerado un pseudo monarca constitucional, cuando no un tirano o dictador constitucional.
Posiblemente el sistema representativo y la idea de división de poderes puedan identificarse como los pilares fundamentales conjuntamente con la declaración de derechos del constitucionalismo occidental moderno. En los momentos constitucionales del siglo XVIII fue cuando lógicamente se entendía la separación de poderes como funcionalista o de separación funcional, donde encontramos gobiernos mixtos, donde hay equilibrio de poderes, gobierno dividido, frenos y contrapesos del poder pudiendo reconocer todos los matices diferenciadores que existen entre dichos conceptos. Se concretó, en esos tiempos, un «diseño» institucional contra-mayoritario. Los debates en la convención constituyente norteamericana y al momento de la ratificación de la Constitución de 1787, brindan un amplio y demostrativo espectro de argumentos y contraargumentos en torno a la configuración de la división de poderes y a los principios sobre los que se establece el sistema representativo, y a lo largo de doscientos años de constitucionalismo global, el poder estatal y su separación de poderes debieron aprender a cohabitar en la arena política con nuevos actores del poder, institucionales y extra institucionales.
El constitucionalismo clásico configuró la división de poderes en un marco histórico en el cual el Estado era el actor principal de poder, del cual había quién defenderse, en especial cuando la voluntad del todopoderoso era generada, supuestamente, por los representantes virtuales de las mayorías inestables, auto interesadas y apasionadas.
Gradualmente el sistema vio surgir nuevos protagonistas dentro de la división clásica, de otros poderes o directamente fuera de su estructura.
Ciertos sistemas institucionales permiten que dicho principio se vuelva más o menos laxo, más o menos rígido, en el ejercicio del poder estatal o no. La división de poderes en todo ámbito es, en sí misma, una garantía, un medio para la concreción de un fin último: la garantía de los Derechos. Es así que la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que en su artículo 16 dictaminaba: «Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos y deterrninada la separación de los poderes no tiene constitución». La misma división de poderes nunca apareció como algo sencillo de precisar y tipificar, siempre fue un concepto ambiguo y en grado indeterminado. Si buscamos su origen nos enfocamos en el gobierno mixto de Platón, Aristóteles y Cicerón, pasando por los esquemas híbridos de Polibio, los estudios del medioevo de Marsilius, para arribar hacia el contigente de escritos modernos de Hunton, Harrington, Hobbes, Bodin, Locke, Bolingbroke, Montesquieu, Kant, Rousseau, Sieyes, o los debates sobre la necesidad de un “Bill of Rights» en la experiencia norteamericana. Pero esto nos lleva a revisar los mecanismos de participación, la idea de tener partidos políticos e instituciones intermedias, o sea, en la misma arena democrática debemos explorar cuáles son las posibilidades de reformular la división de poderes como un ideal, ya no sólo tímidamente republicano y liberal, sino plenamente democrático e igualitario.
Epstein, nos explica que los federalistas señalaban que «La acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean éstas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, autonombradas o electivas puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de la tiranía» Entonces sabemos que la Democracia en los proyectos constitucionales usualmente nació congénitamente condicionada en virtud de un acompañante silencioso e inherente tanto el sistema de frenos y contrapesos, como a los prototipos más genéricos de división de poderes para paliar el inminente enfrentamiento de ambiciones o precondición para ser garantía contra la mutua opresión. Podemos asegurar que los «padres fundadores» tuvieron particular y principalmente por no decir únicamente temor a la tiranía mayoritaria, y esto explica el derecho constitucional de rebelión del hombre, como el derecho a tener un arma. Según Dahl “se creía que debían levantar barreras constitucionales al poder popular, puesto que el pueblo no sería sino una turba indisciplinada, una continua amenaza a la ley, al gobierno ordenado y a los derechos de propiedad». En El Federalista nro. 63: «La verdadera diferencia entre estos gobiernos democráticos de la antigua Grecia y el americano reside en la exclusión total del pueblo en su carácter colectivo de toda participación en éste, no en la exclusión total de los representantes del pueblo de la administración de aquéllos».
La palabra Democracia fue perdiendo sus fantasmas y la carga emotiva peyorativa que se le atribuía en los debates políticos y adquiere sentido en ese contexto identificar que obviamente el modelo de deliberación triunfante en los esquemas institucionales no haya sido el democrático radical sino el elitista conservador; usualmente restringido a los hombres ricos y bien nacidos. En más de doscientos años, encontramos un variado espectro de experiencias y proyectos institucionales y pocas veces, los sistemas institucionales favorecieron que la participación ciudadana, la interacción del diálogo, la deliberación, la discusión y la producción de consensos nunca absolutos de los actores institucionales resulten incentivadas, facilitadas y/o promovidas. Por el contrario, muchas veces fueron proclives a permitir o, en algunos casos, a reforzar la concentración de poder y producir bloqueos, parálisis e inestabilidad institucional, desembocando cíclicamente en dinámicas auto frustrantes, de precariedad democrática o directamente autoritarias.
Históricamente, la desconfianza fue precondición para morigerar los tiempos en la toma de decisiones, y establecer fuertes controles endógenos contra-mayoritarios hacia las legislaturas y dentro de las mismas, por ejemplo en el instituto del veto y la división de la soberanía en el bicameralismo, institucionalizando un senado conservador, pero todo ello, aun así, no aseguraba la mismísima división de poderes sino que concentró y concentra en el Poder Ejecutivo, fácilmente, un asimétrico poder.
Por ello puede verse al Poder Judicial, o el Tribunal Constitucional como ejemplo de órganos más contra-mayoritarios del sistema, limitándose a ciertas intervenciones de los otros poderes en la composición de sus miembros, extrañándose un actor necesario y suficiente para la vida institucional, relativizando el peso y la capacidad de estos, pues cabe preguntarse quién les controla.
A lo largo del siglo XX, se justificaron la concentración absoluta del Poder en los órganos ejecutivos como en la República de Weimar los sucesos le demostraron a Max Weber «que la parlamentarización exigía un tiempo histórico, tiempo con el que ya no se podía contar ante las dimensiones de la crisis». ¿Cuál es la típica respuesta a dicha circunstancia? La concentración y personalización del poder. Debemos sumar las particulares consecuencias la falta de normas, corrupción, abusos de poder, de la personalización del poder que hacen que el sistema institucional sea dependiente del presidente. Si existe fragilidad presidencial, el mismo sistema institucional es frágil, cuando cae el presidente todo vuelve a cero, y es por eso que la lucha del presidencialismo es muchas veces todo o nada. Contemporáneamente el reconocimiento de muchos representantes de la comunidad académica internacional de las inconveniencias de exportar el sistema presidencialista, principalmente copiando el modelo norteamericano, resulta realmente paradójico.
Lo paradójico es observar que la opción institucional clásica al presidencialismo parece sufrir una mutación importante, reproduciendo viejos vicios hasta ahora aparentemente propios de un sistema presidencial, transformación que se puede observar en, por lo menos, dos puntuales tendencias: la crisis de los parlamentos y la traslación de procesos de decisión a una esfera institucional internacional, donde el lobby, o simplemente los países con embajadas más fuertes, más preparadas, producen ventajas entre distintos los países. Y no olvidar los gobiernos corporativos de las transnacionales que imponen su voluntad sin que exista un ente las regule y condicione en pos de la defensa de las Democracias.
Dicha debilidad sobreviniente se da por la presencia misma de un órgano ejecutivo con poder asimétrico, observándose «una declinación del debate y del escrutinio democrático». El ejemplo más claro es la votación del TPP, o Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Cooperación Económica, que se discute a espaldas de la ciudadanía. De esta manera se transforman los parlamentos en «sirvientes del ejecutivo» a través de los procesos de delegación legislativa, relativizándose su función considerablemente en un proceso de integración regional-continental
al nivel global donde el ejecutivo por sus facultades diplomáticas.
Por eso mismo, observando la tensión de la formación compleja e identificando el elitismo epistémico ínsito en la aceptación del control judicial de constitucionalidad, es que se encontró atraído, como contemporáneamente Habermas.
Concluyendo con Montesquieu cuando decía que «de los tres poderes la judicatura es casi nada» contrasta con los casos Marshall con Jackson o Taney con Lincoln en los cuales existió reticencia o firme rebeldía al cumplimiento de las decisiones judiciales. Hay que reconocer que el poder judicial cierta incidencia institucional, según Ely «Es posible que la Corte no tenga ni la espada ni la bolsa», observando que «puede ser cierto que la Corte no sea capaz de desviar permanentemente la voluntad de una sólida mayoría», reconociéndole capacidad al menos para retrasarla o relativizarla. Puede parecer paradójico que el depositario de la prudencia reflexiva no tenga en definitiva sino sólo eso: un juicio con los mismos límites cognitivos, del lenguaje, del pensar racional y del mismo raciocinio, etc. No puede nunca actuar, contrapesar o frenar, sino a través de su «razón» dado que carece de toda fuerza y capacidad institucional cuando es, en algún punto, independiente de los otros poderes. Su debilidad no resulta, en muchos casos, una virtud pues en ocasiones, sus «virtudes pasivas» pueden resultar omisiones lesivas. Impidiendo que, efectivamente, tenga un poder de control frente a los embates provenientes tanto de ejecutivos fuertes como de instituciones mayoritarias «oprimiendo» a cierta minoría y también imposibilitando que sea guardián de los procedimientos democráticos cuando la fuerza se impone. Además y paradójicamente, resulta expropiada de la capacidad de ser la última voz institucional debiendo ser garante de la democracia constitucional en nuestro sistema, pues se ha desvirtuado este sentido entregando en un control ex post, a otros órganos como el tribunal constitucional. Es así que la actividad judicial, su rol de árbitro y su carácter contra-mayoritario, debemos reconocer que tal vez, no se encuentre ni fáctica ni idealmente bien dotado institucionalmente para contrarrestar al autoritarismo de otros poderes frente a regímenes de fuerza o, aún más, en un contexto democrático.
La participación como derecho en la práctica legislativa evita la apatía política y la falta de compromiso en la acción colectiva de auto gobierno, que es el fin en sí mismo de la Democracia.
La autonomía podrá ser reforzada, por propuestas como el ingreso de ciudadanos en la discusión de las leyes, su real participación en la comisiones de ambas cámaras, la publicidad de todo debate en el Congreso. La inclusión de más parlamentarios, e incluso 500 diputados con un ¼ de las dietas actuales. Complementariamente deberemos adecuar la infraestructura institucional del sistema de partidos políticos, el sistema electoral, el voto voluntario.
Muchas de las reformas institucionales pueden realizarse en un espacio de micro política, no necesariamente en grandes estructuras de poder. Esto permitirá estudios acotados con un universo delimitado que arroje datos que revelan la necesidad de innovaciones y escenarios institucionales.
Hay que mirar con mucha atención los malos incentivos pues estos generan malas instituciones. Bajo la impresión de que los actores del poder no eran ángeles se diagramó un esquema institucional para demonios, lo que facilitó la aparición y generación de los potenciales demonios que querían controlarse. La expansión democrática no niega la misma naturaleza de lo político: desde Marx a Schmitt coincidieron en su interpretación de lo político como una relación hostil. Para uno y otro, el fenómeno social predominante es el conflicto que, lejos de resultar una anomalía o una perversión, es intrínseco a lo político». Cuestión clásicamente observada por Kant que más contemporáneamente es retomada por Rawls cuando nos habla de las «circunstancias de la política», reconociendo que debemos partir del desacuerdo y disenso razonable, no ya de la posibilidad de un acuerdo social hipotético. Tal vez a través de reglas básicas consensuadas para que dicho «hecho del pluralismo» no nos termine impidiendo cohabitar pacíficamente en la complejidad y conflictividad moderna. Todo ello deberá ser tenido en cuenta dada la debilidad intrínseca de las Democracias frente a sus enemigos en la creación de un concepto de autoridad nacido del consenso posiblemente superpuesto, nunca absoluto y de la calidad de las decisiones en los procesos de participación ciudadana y deliberación pública .
Puntualmente en el ámbito nacional como en el internacional, en las esferas del poder político y económico, donde la concentración de poder es una realidad, es donde el ideal de división de poderes cobra vigencia y es necesaria su reformulación en clave democrático deliberativa, dado que dicha configuración fáctica e institucional puede permitir el resurgimiento de hegemonías autoritarias encubiertas bajo una legitimación Democrática débil. La naturaleza del fenómeno político y su constitutivo: el poder, es necesario profundizar la Democracia lo que significa dar espacios a los ciudadanos, o crear mecanismos que les defiendan como el ombudsman o defensor del pueblo, para una mejor fiscalización de los agentes públicos y privados. El periodismo independiente juega un rol social anticorrupción. La regulación del Lobby, la creación de Agencias como la Agencia espacial, o el fortalecimiento de los equipos diplomáticos.
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