La senda de esa indignación colectiva no puede verse estrangulada en un acto mediático de sentimentalismo vulgar”.
Paremos de una vez esa fabulesca teatralización, esa farragosa presentación de guirnaldas y canutillos, de lentejuelas y brillantina. No. Démosle un color trágico a lo que está pasando, porque francamente es espantoso; dejemos de acorralar la rabia, el odio y la frustración, sentimientos tan humanos como el mismo amor. La senda de esa indignación colectiva no puede verse estrangulada en un acto mediático de sentimentalismo vulgar.
Descreo de ese llamado al romanticismo que hacen muchos. Consistente en exponer a jóvenes en una especie de melodrama donde partes en disputa se ven en la cínica obligación de abrazarse y darse la mano, todo engendrado desde la ridícula emotividad que nos arroja hacía el engaño de creer que con una leve capa de maquillaje sentimental vamos a salir de este turbulento estallido social.
Más que extrañado, los últimos días he logrado ver en diferentes lugares del país que muchos (entre los que destacan algunos gobernantes) le apuestan a esta falsa consigna; ellos, portadores de una ingenuidad que se toca con la perversión y que se impulsa en la ignorancia, creen estar haciendo una loable labor; aprovechando con esto su agosto de popularidad y ganándose la purificación espiritual, piden a manifestantes y policías que se den un abrazo, que jueguen un partido de fútbol, que bailen champeta juntos. Como si con una forzada manifestación de afecto se lograra desaguar todo el lodo que ha corrido por años.
(…)Tal vez no sepamos qué quieren, pero sí podemos saber qué es lo que no quieren: no quieren seguir siendo infantilizados, callados e ignorados; no quieren seguir siendo convidados de piedra a la construcción de un futuro que les atañe; no quieren verse representados por una caterva de viejos dirigentes que los relegan y criminalizan.
Eso no funciona, no nos engañemos. Aquellos mundos distópicos sostenidos bajo imperativos de hermandad y amor no son más que el enmascaramiento de formas de violencia mucho más crueles. La negación de un sentimiento hostil hacía el mundo no atenúa ese sentir, por el contrario, lo incremente, lo fortalece. El problema, por tanto, no está en la rabia, el enojo, el odio, eso son meros sentimientos primarios que develan nuestra condición humana y que en muchos de los casos fungen como mecanismos de defensa de cualquier persona; el problema claramente está en la forma de tramitar esos sentires. Bloqueando su cauce no se va impedir que dejen de aparecer. Muchos jóvenes lo han entendido bien, han propiciado escenarios simbólicos en los que se canaliza con sobrada posibilidad ese gran enojo y esa gran frustración con la que salen a las calles. Permitir el desahogo (que en muchas ocasiones se viste de alegría y fiesta) es propiciar espacios para que los jóvenes expresen toda esa rabia contenida. Dejemos que bailen, canten, griten, salten, lloren; dejemos que pinten, hijueputeen y corran.
No hay que ser un gran analista para saber que esta juventud crítica y vigorosa no está dispuesta a ser partícipe del ilusorio escenario de la ridiculización sentimental. Tal vez no sepamos qué quieren, pero sí podemos saber qué es lo que no quieren: no quieren seguir siendo infantilizados, callados e ignorados; no quieren seguir siendo convidados de piedra a la construcción de un futuro que les atañe; no quieren verse representados por una caterva de viejos dirigentes que los relegan y criminalizan.
Los jóvenes van a dialogar, argumentar y proponer, de eso estoy seguro. No es conveniente, entonces, reprimir por la fuerza su enojo, esa estrategia es francamente equivoca porque cataliza la indignación. Así no se crea, es más efectivo que se extiendan y posibiliten esos espacios de protesta pacífica desde los cuales la juventud pueda drenar parte de esa indignación que se ha vuelto endémica, la demás energía subyacente de esta exacerbación popular se trasformará en propuestas, en iniciativas, en arte, en cambio.
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