“Lo cierto es que mientras el gobierno nacional siga en su tónica de no escuchar a quienes están en las calles, esto no tendrá solución.”
A finales de los años cuarenta y en el transcurrir de los años cincuenta, y sesenta, del siglo xx, la violencia en Colombia llegó a un punto de atrocidad y crueldad que persona alguna no se alcanza a imaginar tan solo con leer. Por aquellos años, la policía no era nacional, como lo es ahora; la policía era privada y política, y pertenecía al gobierno de turno. A finales de los años cuarenta, y principios de los años cincuenta, la policía obedecía órdenes de los gobiernos conservadores ultraderechistas. El orden público por aquellos años estaba a cargo de la policía chulavita y los pájaros dependiendo la zona del país. Los pájaros era un grupo armado ilegal conformado por campesinos y habitantes de afiliación conservadora, procedentes de pueblos con dicha afiliación, principalmente en el Valle del Cauca y sobre todo en Tuluá, siendo un escuadrón de la muerte similar a los chulavitas, facción parapolicial conservadora que operaba en el plano cundiboyacense. El objetivo de los “pájaros”, nombre dado en 1953 tras el ascenso de Laureano Gómez a la presidencia y con el poder definitivamente conservador, era asesinar e intimidar a los residentes y campesinos de filiación liberal opositores a los gobiernos de mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez. Los pájaros eran pagados con buenas sumas de dinero por varios de los altos mandos conservadores. De este grupo y sus terroríficas conductas, se puede leer en la novela del colombiano Gustavo Álvarez Gardeazábal, “Cóndores no entierran todos los días”, en un extenso relato que detalla la forma cruel de delinquir de estas personas con el apoyo y la complicidad del gobierno conservador que precedía por esos días Colombia.
En tanto a los “chulavitas” igualmente se puede decir que fueron una facción armada irregular del gobierno colombiano durante aquel mismo periodo denominado como la violencia. Estos, tenían funciones de policía secreta, y de agentes del terror al servicio del partido conservador y el gobierno de turno les prestaba ayuda y financiación. Fueron reclutados rápidamente enclaves conservadores del nororiente del departamento de Boyacá, para defender a los gobiernos conservadores de los presidentes Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Roberto Urdaneta Arbeláez contra los liberales o cachiporras y comunistas. De los chulavitas y sus actos atroces se puede leer más en el libro “lo que el cielo no perdona” del cura colombiano Fidel Blandón Berrio, testigo presencial de la violencia en el departamento de Antioquia. Los chulavitas operaron en Boyacá, Cundinamarca, Bogotá, Valle del Cauca, Santander, Tolima, Meta, Casanare, Antioquia y la costa caribe. Eran fanáticos conservadores y católicos.
Los chulavitas y los pájaros fueron grupos de paramilitares de los años cuarenta y cincuenta.
El objetivo de estos grupos era neutralizar todo tipo de organización política con ideologías diferentes a las del gobierno conservador, contrarrestar y eliminar a los militantes del partido liberal, comunistas, anticatólicos y ateos, contrarios al gobierno conservador. Llevaban a cabo asesinatos de líderes y civiles liberales, extorsiones, chantajes, masacres, asesinatos selectivos, torturas, hostigamientos, desplazamientos forzados y desapariciones.
Por aquellos años se respiraba en el ambiente un aire de terror. Los ríos de Colombia se tiñeron del rojo de la sangre liberal. Por sus aguas correntosas corrían miembros de cuerpos descuartizados a mansalva por los conservadores armados con machetes. En el caso de los pájaros en el Valle del Cauca, su forma característica de amedrentar a sus víctimas para que abandonaran el pueblo o su ciudad de origen por el hecho de pensar diferente, de ser de una ideología o credo diferente, era dejar en el piso de las entradas de sus casas, o en sus ventanas, miembros de cuerpos humanos descuartizados, tales como: orejas, narices, dedos o en ocasiones manos o pies humanos. Quien encontraba estas evidentes y escalofriantes pistas en la entrada de su casa o en sus ventanas, sabía que tenía que abandonar el pueblo o la ciudad, su casa, su hogar. Lo tenía que abandonar en un plazo de 24 horas o menos, o de lo contrario, él y su familia, si la tenía, correrían con la misma suerte. Casos se conocieron, en que el amenazado se negó a desplazarse o a huir de su lugar de origen, y al día siguiente eran su cuerpo y los de sus familiares los descuartizado y expuestos a la luz pública.
En el caso de los chulavitas, sus prácticas no eran muy distintas; estos tenían la costumbre, de jugar futbol con las cabezas ya sin ojos arrancadas a machete de sus víctimas mortales. Las cabezas de sus víctimas, también las colgaban en los faroles del alumbrado público para sembrar el terror en los habitantes de los pueblos o ciudades de Colombia. Los agentes de la policía chulavita, entraban a las casas de las familias liberales; a los varones de las familias, papás e hijos, los amarraban a una silla después de torturarlos y golpearlos, para obligarlos a presenciar con sus propios ojos, cómo los dueños del miedo y del terror, violaban, golpeaban y torturaban a sus esposas, madres, hijas y hermanas. A las mujeres jóvenes y a las niñas, las violaban varias veces, a algunas después las mataban y a otras las dejaban vivas para que tuvieran que cargar de por vida la deshonra de su trágico destino. A las mujeres embarazadas les enterraban un cuchillo en sus vientres, las abrían violentamente, y sacaban con sus propias manos ya ensangrentadas los fetos, los tiraban hacia arriba despedazándolos, los pateaban y los remataban por el simple hecho de ser hijos de liberales. Era común ver en el cauce de los ríos de Colombia, los miembros de los cuerpos descuartizados flotando sin rumbo alguno.
Esta violencia estatal desatada por el régimen conservador, generó otra violencia adicional. Los montes y las selvas de colombina, se inundaron de campesinos y ciudadanos desplazados del campo y las ciudades del país; los liberales amedrentados, y excluidos con violencia de la vida social, ya en el campo y en la selva colombiana, se armaron en un principio con machetes y garrotes, para defenderse de la violencia estatal, y para tomar venganza por los vejámenes causados. Es de allí, de donde parte la guerra que aun hoy, colombina no puede superar.
Estos grupos denominados chusma, -hoy guerrillas-, con el pasar de los años fueron creciendo, al igual que su sed de venganza, con el tiempo formaron su propia ideología a la que se adhirió el comunismo, y después hicieron de la violencia su forma de lucha; cambiaron los machetes y garrotes, por fusiles y armas letales poderosas. En un principio financiaban su lucha con el café que se robaban o con el que traqueteaban, y con el paso del tiempo llegó la marihuana y después la coca.
Como lo dije anteriormente, toda esta barbarie no se alcanza a imaginar tan solo con leerla, incluso en mi infinita y casi ilimitada imaginación, se me dificulta escribir tales atrocidades. Tal vez parezca aún más increíble todo este relato por la antigüedad de la época, estamos hablando de hace setenta y sesenta años; pero para nuestra desgracia, esta historia vuelve y se repite en las dos últimas décadas del siglo XX y en las dos primeras décadas del siglo XXI.
En la última década del siglo XX la violencia en Colombia se recrudeció llegando a límites que podrían igualar o superar la magnitud de la violencia bipartidista entre liberales y conservadores en los años cincuenta. Las convivir que en 1994 fueron creadas por el presidente César Gaviria, junto con su ministro de defensa Rafael Pardo, mediante el decreto ley 356 de 1994, el cual dicto las condiciones para regular nuevos “servicios especiales de seguridad privada” en forma remunerada, que operarían en zonas de combate, donde el orden público no fuera controlado, beneficiando especialmente a los grandes hacendados, ganaderos y terratenientes que se veían amenazados por la presencia, los abusos y las extorsiones de los grupos guerrilleros que el estado no era capaz de controlar.
Las convivir fueron reglamentadas por el presidente Ernesto Samper, y fueron defendidas y abanderadas desde 1995 por el entonces gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez. El 27 de abril de 1995, una resolución de la superintendencia de vigilancia y seguridad decidió que estas instituciones se llamarían convivir. Sus miembros podrían llevar armas y equipos de comunicación que hasta el momento solo usaban las fuerzas militares. Pero en 1997, la corte constitucional estableció que solamente podrían usar armas de uso civil, lo que no fue de mucho agrado para los integrantes de estos grupos. Por esta decisión que limitaba sus objetivos de combatir en igualdad de condiciones a los grupos guerrilleros, buena parte de quienes las dirigían, terminaron como comandantes de las autodefensas unidas de Colombia.
De esta forma las autodefensas unidas de Colombia, el paramilitarismo propiamente, fue tomándose el control a sangre y fuego de gran parte del territorio nacional, haciendo presencia en los departamentos de Antioquia, Cundinamarca, Córdoba, magdalena, Nariño, Santander, sucre, Tolima, Valle del Cauca, Cauca, Chocó, Meta, Casanare, Norte de Santander, la ciudad de Bogotá y la frontera con Venezuela. Su ideología ultraderechista tenía como objetivos combatir a los grupos guerrilleros, grupos políticos de izquierda, periodistas, sindicalistas, y opositores al gobierno y a los intereses de grandes grupos económicos. Pero sin duda alguna, sus acciones criminales de rebelión, terrorismo, secuestro, homicidio, extorsión, masacres, robo de tierra, desaparición y desplazamiento forzado, uso de armas no permitidas, reclutamiento de menores y su forma de financiación: el narcotráfico, causaron un desangre y un terror que sacrifico a gran parte del pueblo colombiano.
Fue el paramilitarismo, el que, a sangre y fuego, impidió que se cumpliera y se pusiera en práctica la constitución política de 1991. Fue el paramilitarismo el que impidió que en Colombia se instaurara una democracia. Fue el que impidió la democratización de las tierras para que los campesinos las cultivaran. Fue el paramilitarismo el que elimino a una parte grande de la sociedad que pidió a gritos una democracia para Colombia, fue el paramilitarismo el que se encargó de la mano de los gobiernos de Álvaro Uribe Vélez, a modificar a su gusto y a pisotear aquel acuerdo sobre lo fundamental que iba a hacer de Colombia, una verdadera democracia, y un país en paz.
Con la firma de los acuerdos de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, se creía que en Colombia por fin se podría emprender el camino a una paz estable y duradera. Mas sin embargo con la llegada del uribismo al poder en 2018, esas esperanzas se desmoronaron. Hoy, después de casi tres años de gobierno de Iván Duque, Colombia ha retrocedido en cuestión de derechos humanos por lo menos unos veinte años. La política económica del gobierno de Iván Duque ha consistido en dejarle de cobrar impuestos a los más ricos y poderosos empresarios y banqueros del país, quienes financiaron junto a narcotraficantes su campaña presidencial y la de sus colegas del congreso. Por su puesto esto ha generado un hueco fiscal que buscaba hacerle pagar a los más pobres por medio de una reforma tributaria que pretendía afectar a la clase media subir el gravamen a algunos productos de primera necesidad. Su gobierno, o su desgobierno mejor, han desaparecido a la clase media y a los medianos empresarios, convirtiéndolos en pobres.
Esta reforma, duramente criticada por opositores y partidarios del gobierno, no logró ni el apoyo político ni el apoyo popular que pretendía conseguir, y terminó detonando un estallido social en las calles. La reforma tributaria, tan solo fue la gota que rebozó la copa de la paciencia del pueblo colombiano. Después de tres años de una pésima gestión, el pueblo decidió salir a las calles para ejercer su derecho constitucional a la protesta y exigirle al gobierno de Iván Duque que recapacitara, mas sin embargo, la respuesta del presidente, fue hacerse el sordo, como lo ha venido haciendo desde que se sentó en el solio de Bolívar. Ante la petición del pueblo de ser escuchado, la respuesta de Iván duque, fue ordenar a la Policía Nacional, al Ejército Nacional y al Esmad, atacar a su pueblo, el cual ya indignado decidió hacerle frente a la violencia estatal y policial, con marchas en su mayoría pacíficas. Ya casi completamos tres semanas de paro nacional, y la respuesta de Iván duque, ha sido la violencia.
El terror que se veía en los pueblos y en las selvas colombianas, se ha trasladado de nuevo a las ciudades. Las autoridades han cumplido al pie de la letra la orden de reprimir la legítima protesta y lo ha hecho con violencia. Hoy se ha vuelto de nuevo cotidiano en las ciudades de Colombia, el ruido de las balas y las bombas explosivas. En el día hay una aparente tranquilidad, pero aun así se siente una tensión angustiosa, pues al caer la tarde, se empiezan a escuchar por toda la ciudad, el ruido ensordecedor de las sirenas de las patrullas policiales que van a toda velocidad llevándose por delante a todo aquel que se les atraviese en su camino, y entrada ya la noche, empieza el trágico concierto de las balas y las bombas aturdidoras de las autoridades, que intentan dispersar a los numerosos grupos de manifestantes que se reúnen en las plazas públicas y las calles de las diferentes ciudades.
Los grupos de manifestantes han formado bloqueos para intentar detener la economía y la movilidad de las ciudades, pues esta es la única forma en que este gobierno sordo y ciego, les presta un poco de atención, mas sin embargo la arrogancia y el autoritarismo, le impiden a este gobierno escuchar a su pueblo que le pide a gritos suplicantes e impotentes que lo escuche. La policía dispara contra su propio pueblo, el que le paga el sueldo. Adicional a esto, y como si fuera poco, a la violencia policial, se le suman casos en Antioquia y el Valle del Cauca, donde civiles armados en camionetas de alta gama, disparan con armas de fuego a los manifestantes desarmados, en Cali un grupo de civiles armados en camionetas lujosas, emprendió fuego contra integrantes del cric que se manifestaban pacíficamente en la universidad del valle.
El ministerio de defensa de Colombia aseguró que durante el paro nacional que comenzó el 28 de abril han fallecido 33 personas, 32 civiles y un policía.
La cartera de defensa añadió que 716 civiles ha resultado lesionados en el marco de la protestas en ciudades como Bogotá, Cali, Neiva, Medellín y Pasto, entre otras.
Hasta la fecha van 849 uniformados lesionados, 796 hombres y 53 mujeres, seis de los cuales permaneces hospitalizados.
Sin embargo, las cifras gubernamentales chocan con los números publicados por organizaciones nacionales e internacionales que hablan de más decesos en las protestas.
Por ejemplo temblores ONG registra 40 homicidios presuntamente cometidos por el Estado. Dicha organización también advirtió que hasta la fecha se contabilizan 1.003 detenciones arbitrarias, 313 víctimas de violencia física, 418 intervenciones violentas durante las protestas, 129 casos de disparos de arma de fuego y 12 víctimas de violencia sexual.
Mientras que José Miguel Vivanco, director de la división de las Américas de Human Rights Watch, señaló que conoce denuncias creíbles sobre 46 muertes ocurridas en Colombia desde que empezaron las protestas.
El gobierno también apunto que van registradas 5.569 “actividades” a lo largo del paro: 2.682 concentraciones, 1.215 marchas, 1.362 bloqueos, 299 movilizaciones y 11 asambleas.
En el balance general publicado por el gobierno se contabilizan 305 establecimientos comerciales y 421 oficinas bancarias afectadas. Además 81 comandos de atención inmediata (CAI) y 10 estaciones de policía habrían sido bandalizadas.
Lo cierto es que mientras el gobierno nacional siga en su tónica de no escuchar a quienes están en las calles, esto no tendrá solución. No es con politiqueros oportunistas con quien se tiene que reunir el presidente, es con los jóvenes, con las mujeres, con la clase trabajadora, con los estudiantes, con quienes exigen garantías de vida, salud y educación pública; es con la gente, con el pueblo con quien el presidente se debe sentar a dialogar, pero antes primero que todo, debe detener la masacre que ha emprendido contra el pueblo que está en las calles. Esta debe ser la condición mínima para sentarse en una mesa de dialogo con los verdaderos representantes del paro nacional.
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