Hace unos días escribí un tuit que decía: “¿Cuál es la gran diferencia entre el régimen de Iván Duque y el de Nicolás Maduro? Que en Venezuela no hay masacres ni asesinan a líderes sociales. No nos engañemos: el problema nunca ha sido Venezuela, sino la alianza entre narcoparamilitares y élites políticas en Colombia”.
El tuit ha recibido toda suerte de comentarios y me pareció pertinente extenderme en el análisis y significado de las reacciones. El uribismo ha convertido la comparación entre Colombia y Venezuela en el leitmotiv de su campaña política, en su razón de ser. Pero esta comparación solo es útil si causa un sentimiento de rechazo hacia el Gobierno venezolano (su obsesión con Venezuela no es por razones humanitarias). La comparación solo es válida en la medida en que muestre a Colombia en una situación mejor que la venezolana. Pero ¿qué sucede si se afirma que la situación colombiana no es mucho mejor que la venezolana? Opera una suerte de disonancia cognitiva: “No puede ser cierto”.
Esta disonancia cognitiva es producida por dos factores: nuestra economía y nuestra democracia. Por un lado, pareciera que la estabilidad económica de Colombia, su “buen comportamiento”, obviara todas las demás variables, es decir, poco importa que, según el índice de desigualdad de Gini, seamos el segundo país más desigual de América Latina o que se necesiten once generaciones para que un niño salga de la pobreza. Esto no es relevante, pues mientras las clases sociales privilegiadas sigan manteniendo su estándar de vida, el resto del país puede morir y nada pasará. Por otro lado, es un lugar común afirmar que somos “la democracia más antigua de América Latina”. Parece ser normal entonces que en nuestra democracia siga existiendo el paramilitarismo, que haya masacres, que los líderes sociales sean asesinados sistemáticamente y que el Gobierno no proteja la vida de los exguerrilleros que entregan las armas. También parece ser normal que seamos el país con el mayor número de desplazados internos en el mundo: más de 7 millones de personas, lo cual ha creado cinturones de miseria en las principales ciudades del país.
Lo anterior hay que situarlo históricamente. El fin de la Guerra Fría fue interpretado como el triunfo absoluto del sistema capitalista, en este sentido, las crisis del capitalismo en su etapa neoliberal se deberían a factores exógenos y, por lo tanto, serían independientes de su lógica interna, mientras que los proyectos que se oponen al capitalismo y, sobre todo, que se oponen a la hegemonía de los Estados Unidos, como el ‘socialismo del siglo XXI’, son juzgados por sus factores endógenos y por su ideología. A esto hay que agregarle el complejo de inferioridad en la sociedad colombiana. En América Latina, el Estado colombiano ha sido el ‘lacayo’ de los Estados Unidos y esto, lejos de verse como el más abyecto servilismo, es visto con buenos ojos.
En términos de violaciones a los derechos humanos es claro que Venezuela no sale bien librada. Nótese que no estoy diciendo que en Venezuela no existan esas violaciones, sino que las masacres y los asesinatos de líderes sociales no son recurrentes como en Colombia, hechos que acá han tomado un carácter masivo, sistemático y selectivo, aunque el Gobierno lo niegue y use eufemismos vergonzosos. Han sido gobiernos de derecha los que en Colombia han perpetuado estas olas de violencia, pero esto no es visto como una muestra del fracaso de sus políticas o de sus agendas económicas. Adicionalmente, ser el socio incondicional de los Estados Unidos permite que, a pesar de las graves violaciones de derechos humanos en nuestro país, no haya centenares de organizaciones internacionales monitoreando nuestro conflicto interno como sí lo hacen con Venezuela.
El fondo del problema es político: poco importa que un gobierno de derecha sea un régimen dictatorial, pues siempre será considerado mejor que uno de izquierda. El sesgo ideológico es evidente y atraviesa la academia y los medios de comunicación colombianos.
Mientras siga habiendo conflicto armado, mientras el partido de gobierno pida una constituyente para salvar a su jefe político, mientras el gobierno capture los órganos de control o mientras las élites políticas no cuenten la verdad sobre sus vínculos con los paramilitares y el narcotráfico seguiremos siendo una democracia solo en el papel. Que algunos quieran usar la falacia del ‘vaso medio lleno’ y ver algo positivo en esta situación solo reafirma el predominio de una perspectiva de clase a la cual poco le importa lo que sucede más allá de su pequeño mundo.
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