— ¡Blanca Eligia Sánchez!** —llamé con una voz que aprendió a ser fuerte luego de tres meses de rural pero que aún conservaba en el último segundo ese dejo de inseguridad que delataba mis profundos temores de ejercer al fin la medicina.
Entró al consultorio seis una mujer de unos cincuenta años o más, delgada, estatura promedio, vestida con ropas de campo: una blusa de flores y una falda, algo viejas pero impecables; la piel de la cara arrugada y limpia, demasiado limpia, muy maltrecha seguramente por el sol, el pelo entrecano. No había que ser adivina para saber que esta mujer no había tenido una buena vida, o al menos no una vida de goce, de placer. No hacía falta tener empatía para preguntarse cuándo había sido la última vez que había sonreído genuinamente. La invité a sentarse y me presenté con mi cinta pregrabada «Hola, mi nombre es Gabriela y yo la voy a atender hoy», que en un intento de que suene espontánea suelo acompañar con una sonrisa y con una profunda pero breve mirada a los ojos, teniendo bien presente que el corto tiempo de consulta y mi torpeza ante el teclado no me permitirán intercambiar muchas más miradas así. Ahí comienza el acto médico para mí, o el chisme, más bien, porque de eso se trata la consulta externa y lo que más me gusta de la medicina. Y empiezan las preguntas a dispararse sin tregua en mi cabeza, ¿a qué vino realmente este paciente? ¿Qué quiere? ¿Por qué se molestó en pedir cita? ¿Podré ayudarle en algo? ¿Cómo se habrá hecho esa cicatriz? ¿Por qué habla tan despacio? ¿Tendrá hijos? ¿Por qué no me mira a los ojos cuando me habla? Con doña Blanca no afloraron tantas preguntas, se generaron más bien suposiciones que al día de hoy creo no se alejaban tanto de la realidad. Para mi cerebro no representó ningún reto imaginar la historia triste y repetida que se escondía detrás de esos finos labios, los años de arduo trabajo que habían maltratado sus resecas manos que ahora se entrelazaban nerviosas sobre su falda. Pero esa facilidad con la que me inventé su historia no minó un trisito mi interés por ella; todo lo contrario, quise escuchar de su boca lo que ya sabía, quise confirmar mis pretenciosas conjeturas, quise que sus nervios se fueran y que pudiera finalmente sentarse tranquila ante mí y sonreír.
Con su acento paisa bien montañero y con una deferencia que me hizo asquear de mí misma, me contó que venía porque le había estado picando «allá abajo». Naturalmente quise saber más. ¿Ha tenido flujo? ¿Es abundante? ¿Huele maluco? ¿Cómo está orinando? ¿Ha tenido fiebre? Estaba golpeando el teclado con una gracia aburrida al pensar en un diagnóstico poco interesante de vaginosis bacteriana, cuando solté la pregunta que dio el comienzo a esta historia que ya va por su final.
— ¿Ha tenido dolor allá abajo cuando está con su esposo?
—Si doctora, mucho. Por eso es que vine doctora, para que me quite este dolor del infierno cuando estoy con él porque es que él dice que yo no quiero estar con él es porque tengo un mozo, entonces me toca aguantarme para que él no vaya a decir nada y eso a veces hasta me hace llorar.
Y ahí se me olvidó que yo era la doctora, cosa que me pasa muy a menudo, debo admitir; se me olvidó que estábamos en un consultorio y que me quedaban unos ocho minutos para revisarla, terminar la historia, explicarle, formular e imprimir. Puse mis dos manos sobre el escritorio y dejé salir un “¿qué?” un tanto dramático de esos que me encanta soltar.
— ¡¿QUE SU ESPOSO QUÉ?! Pero, ¿usted le ha explicado? Y si dice que usted se la pasa en la casa, ¿por qué no le cree que no tiene un mozo? ¿Y él no se da cuenta de que le duele cuando están juntos? ¿Entonces la obliga? Pero, ¡es que no entiendo, no entiendo nada!
Ahí le saqué la primera sonrisa, esa que quería sacarle al principio. Sólo que en mi mente ingenua habría sido en un contexto totalmente diferente.
—Ay doctora, si le contara… Ahora que me recuerdo —De repente su semblante cambió y aparecieron los surcos naturales de preocupación que ya estaban grabados en su rostro— ¿Usted no me podría dar un papel que diga que yo sí estuve acá? Es que él no me creía que me venía para el médico, dijo que eso era para venir a donde el mozo. Y no me vaya a mandar exámenes que quién sabe si me deje venir otra vez al pueblo, mejor mándeme los medicamentos de una vez que yo me los tomo juiciosa.
—Señora, pero, ¡esto no puede ser! ¿Cómo así que no la deja venir? ¡Es su salud! ¡Es su derecho! ¿Y si le imprimo la historia clínica y usted se la muestra?
—Ah, pero es que doctora, él no sabe leer.
—Pero hay algo que se pueda hacer… ¡sepárese de él! —exclamé en un último intento desesperado.
La segunda y última sonrisa de la consulta. Si la hubiese podido plasmar en un lienzo sería más famosa que Da Vinci. Era una sonrisa que me decía silenciosamente «no se preocupe doctora, más bien entrégueme la fórmula y déjeme ir»; una sonrisa que me miraba con cierto pesar, que se compadecía de mi profunda ignorancia sobre el mundo, que me bajaba finalmente del pedestal al que me había subido por tener una bata y que me ubicaba en el lugar al que realmente correspondía. Esa sonrisa me decía con tristeza «esta jovencita no entiende nada, viene con sus ideas modernas de igualdad de género y me abre esos ojotes de par en par como si todo esto fuera anormal, extraño, imposible, como si mi mundo tuviera cabida dentro del mundo del que ella viene, como si pudiera hacer algo para cambiar mi destino».
Quise discutir, argumentar, pelear, quise decirle diez mil cosas, quise gritar y putear a su marido, pero sólo atiné a mirarla con mis ojos de plato, contrariada por su repentina impermeabilidad sonriente. Pacientemente esperó a que me calmara y a que terminara mi labor, mi inútil papel en esta historia estancada en la historia, a tan sólo unas horas de la ciudad más innovadora del mundo.
**El nombre es ficticio, aunque podría ser real. La historia es real, aunque ya no sé si la imaginé.
Comentar