El andar de la memoria

A la distancia, era posible distinguir los colores vivos de los equipajes que a su espalda llevaban los peregrinos que decidieron iniciar la caminata de la tarde. Bajo el sol del mediodía, retomábamos el camino que conduce desde la vereda Caño Claro hasta Caño Dulce, dos de las cuarenta y tres veredas que, de acuerdo con el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, integran el municipio El Castillo, departamento del Meta.

Hace unos años, ver personas caminando con morrales al hombro en medio de los árboles hubiera causado mucho temor.

Lina, quien se sumó a la Peregrinación a la Memoria de los Mártires del Alto Ariari, una vez esta llegó a la vereda La Cima, recordó a través de esta situación lo que fueron aquellos años de conflicto armado. Siendo niña, tuvo que desplazarse a la ciudad de Villavicencio cuando grupos armados ilegales pusieron fin a la vida de su madre y hermano de tan sólo dieciséis años.

Situado entre los municipios que integran la región del Alto Ariari, El Castillo forma parte de lo que se conoce como el piedemonte llanero. Su ubicación fue considerada estratégica en el marco de la confrontación bélica, por constituir una suerte de puerta de entrada que conecta al departamento del Meta con la cordillera oriental. Por su cercanía con la Serranía de La Macarena hacía la parte baja del municipio, hace parte del distrito de manejo integrado Ariari – Guayabero, uno de los tres que conforman el Área de Manejo Especial de La Macarena (AMEM), creada mediante el Decreto 1989 de 1989.

Cobré conciencia de esa condición estratégica en La Esmeralda. Una vez compartido el almuerzo caminé hacía la casa que, según indicó Luz durante el círculo de la palabra en el que se expresan recuerdos que dispersos constituyen parte de la memoria, fue de su padre durante toda su vida. En la parte posterior, donde se encuentra dispuesto el corral del ganado, hay un pequeño altiplano que, en su parte más alta, permite divisar las carreteras que conforman las vías de ingreso al caserío; al sur se observan los extensos llanos que al superar las aguas del río Guape y Ariari se conectan con la densa Serranía. A espaldas de este cuadro, desciende la niebla del páramo de Sumapaz que, visto desde allí, se torna en una colcha blanca que arrulla las dos montañas que bordean la vereda.

Créditos: Lucas Rodriguez

Allí comprendí el valor estratégico que durante décadas tuvo para la insurgencia estos territorios y su ubicación como parte de un corredor de movilidad de tropas y confrontación, así como lo que significa ser docente rural en medio de las condiciones que impuso la guerra, la misma que dejó de considerar la escuela un territorio de paz y saber para interponer allí minas antipersonales cerca de sus aulas y el permanente asedio de paramilitares y fuerza pública.

Este territorio reúne, en parte, elementos que conformaron la dinámica social y política de la confrontación armada en Colombia. Poblado por campesinos expulsados como producto de la concentración de la tierra, su forma la fue determinando los ciclos de colonización que se forjaron a la par de la violencia bipartidista que desató el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. Como fue característica particular de este tipo de migración, estuvo acompañada de una importante organización social y política en la que hubo, entre otras, influencia del Partido Comunista de Colombia.

Esta también fue, sin duda, la fuente de una estigmatización que se mide en vidas y derechos vulnerados. Que La Esmeralda fuera ocupada por la fuerza pública durante dos meses, tiempo en el cual saquearon los pocos enseres y haberes con los cuales las comunidades campesinas buscaban construir una existencia digna en medio del olvido del Estado, la indiferencia de una sociedad que durante décadas se tornó -a su manera- cómplice, no puede explicarse sino a condición de una visión construida de la política que configuró un “enemigo interno” y que, en consecuencia, procedió contra todo lo que percibió como “bases de apoyo” aplicando una estrategia de escarmiento y tierra arrasada.

La lógica que tomó la guerra irregular en estos territorios, una vez fracasado el proceso de paz que adelantó el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), y cuyo resultado también se debe a la negativa de las partes para negociar bajo un horizonte que permitiera poner fin al conflicto, fue la del hostigamiento y vulneración mediante asesinatos selectivos de quienes ejercían liderazgos comunitarios, masacres de campesinos, y despojo de tierras. El signo más visible contra la población civil durante las últimas décadas de conflicto armado en El Castillo, Meta, se registra en el desplazamiento y la desaparición forzada.

Miravalles es quizá la concreción de todas estas condiciones. Aún quedan las huellas de su pasado emergente y próspero, pero también las que dejó su condición de pueblo fantasma cuando la irrupción paramilitar y los combates entre el Ejército Nacional y las FARC-EP terminaron vaciando el territorio. El efecto del desplazamiento forzado, del despojo violento, fue el abaratamiento de sus tierras que permitió la adquisición de pequeñas parcelas para concentrar medianas y grandes extensiones para desarrollar la ganadería.

La rigidez de los cuerpos de aproximadamente ocho uniformados que rodearon la entrada del camposanto, impuso una silenciosa tensión en el ambiente.

En otro momento, no les hubiera permitido que estuvieran acá

Afirmó el Padre Henry Ramírez, reconociendo la presencia del Ejército Nacional durante la homilía celebrada en el cementerio ubicado en el caserío de Miravalles. Su mensaje señaló el carácter campesino de los soldados apostados en el territorio, la necesidad de hacer visibles los golpes que unos y otros provocaron durante la guerra, y la superación de la violencia que estos territorios demanda, lo que sin duda desgajó la rigidez del ambiente y produjo, paradójicamente, que la fuerza pública se retirara. Esto habla, igualmente, de unas heridas que la memoria está sanando y la necesidad de construir un nuevo marco de relaciones sociales.

Para estos territorios y sus gentes, caminar hace parte de la memoria que permite sanar. Como asepsia social, recordar a las víctimas a través del Calendario de la Memoria y los lugares dispuestos para conmemorar a quienes perdieron la vida, se convierten en actos curativos que resignifican el dolor. No pretenden borrar laceraciones individuales y colectivas mediante el olvido del paso del conflicto armado, por el contrario, se erige como apuesta por la búsqueda de la verdad y justicia, en tanto puntales para la reconciliación y no repetición que permitan reconstruir, en formas resilientes, la vida en el Alto Ariari.

 

Óscar Murillo Ramírez

Magister en Ciencias Políticas, FLACSO - Ecuador. Especialista en Pedagogía, Universidad Pedagógica Nacional. Historiador, Universidad Nacional de Colombia.