Benito Juárez sostenía que: “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
Hace más de un año, en conjunto con el docente y amigo Alejandro Matta, decidimos presentar una demanda de inconstitucionalidad en contra de dos artículos del Código Nacional de Policía, los cuales consideramos que, basándonos en normativa y jurisprudencia constitucional y en la normativa internacional en materia de derechos fundamentales y derechos humanos, vulneraban varios derechos de los ciudadanos.
Nosotros partimos de la idea de que en la Constitución Política de 1991 se reconoció, en su artículo 1º, el carácter pluralista como rasgo característico y fundamental del Estado Colombiano. La Carta le otorgó expresión normativa a una realidad sociológica latente en el mundo contemporáneo, realidad que se desarrolla en la insospechada variedad de opiniones que coexisten en el seno de la sociedad.
El constituyente primario ya se había percatado, cuando creo la Constitución, que ante la imposibilidad e inconveniencia de imponer una sola opinión, creencia o concepción del mundo, que sin discusiones de ninguna índole debiera ser acogida por todos los ciudadanos, el Estado Colombiano, al fundarse como uno “democrático”, debía permitir y favorecer la expresión y difusión de esa diversidad de creencias con múltiples matices, opiniones o concepciones del mundo.
Por ello, en la demanda de inconstitucionalidad que presentamos ante la Corte, desarrollamos la idea de que el Código Nacional de Policía, con una pretensión universalista y un intento por desarrollar un perfeccionamiento moral afín con la Constitución de 1886 e incompatible con la Constitución vigente de 1991, pretendió retroceder 25 años de avances en materia de libertades individuales, derechos fundamentales y derechos humanos. Y es que la constitución anterior, distante de tener un compromiso profundo con los ideales de libertad, democracia e igualdad consagrados en los Estados modernos, reducía los derechos humanos al marginamiento, e inclusive a que su reivindicación fuera (aún es) objeto de descalificación como “acción subversiva”.
Volviendo al tema de la demanda, después de ser presentada y después de más de un año de escuchar distintos puntos de vista, de deliberaciones y análisis de extensas cargas argumentativas, finalmente la Corte, por medio de una rueda de prensa, comunicó la decisión de fallar nuestra demanda de acuerdo con nuestras pretensiones.
No me centraré en los aspectos jurídicos y técnicos que contienen tanto la demanda como la sentencia de la Corte (que por cierto no se ha emitido y la cual no hemos tenido la oportunidad de leer), como tampoco me centraré en los alcances que dicha decisión pudiera traer en aspectos de convivencia y espacio público. Si a alguien le interesa realmente conocer sobre el tema, bien pudiera leer tanto la demanda como la sentencia cuando se publique, y sacar sus propias conclusiones. El aspecto en el que quiero detenerme es en las múltiples reacciones que se desataron a nivel nacional fruto de la emisión de la noticia del fallo.
Después del comunicado se han desatado opiniones de toda clase y de toda índole, aunque yo las podría clasificar en dos: aquellas que han sido acorde a los valores, principios y reglas consagrados en la Constitución del 91, y aquellas emitidas por personas quienes, aún no logrando integrar dichos valores y principios de nuestra Constitución, se han declarado afines, sin saberlo, con los postulados de la anacrónica constitución anterior.
En este segundo grupo, fruto de reflexiones precipitadas, vagas y carentes de rigurosidad, quizá al leer nada más que los títulos de los artículos sobre la noticia o solamente al oír a los correveidiles que opinaban sobre el tema, varias personas nos ubicaron como demandantes descontextualizados, libertinos o idealistas, y se nos señaló como consumidores problemáticos de sustancias psicoactivas y/o alcohol, o se nos señaló de defensores y abanderados de quienes sí acarrean lamentablemente con el consumo problemático. Incluso, algunos llegaron a pedir, contrario al artículo 11º de la Constitución, la supresión de nuestra existencia.
Frente a estos comentarios quisiera enunciar que, de acuerdo con una sociedad abierta, democrática, libre e incluyente como la que pretendemos construir, se debe reconocer la necesidad de que sea una prerrogativa ciudadana que los actores de la sociedad, al ser expuestos al ámbito público, estén dispuestos a recibir críticas ácidas, parodias, exageraciones, ataques vehementes, incisivos y a veces desagradablemente intimidantes y ásperos.
Sin embargo, lo que puedo confirmar después de todo ello es que el problema de fondo del país no son, como aquellos plantean, la “decadencia moral de la sociedad”, la falta de “valores”, ni las personas que consumen sustancias, o quienes consumen alcohol en espacio público, o el derecho (para ellos libertino) del libre desarrollo de la personalidad expuesto en el artículo 16º de La Constitución Política, en concordancia con el artículo 29º de La Declaración Universal de Derechos Humanos. Para mí el principal problema de fondo de esta sociedad colombiana ha sido y sigue siendo la capacidad de excluirnos a muerte y de odiarnos sin conocernos. En otras palabras, el problema de fondo sigue siendo la inmensa dificultad que tenemos para aceptarnos como seres humanos iguales (artículo 13º C.N.) que dependemos los unos de los otros.
Cuando intentamos entablar algún tipo de diálogo siempre resultamos inmersos en la dicotomía de las ideas contrapuestas, dejando siempre pendientes los grandes problemas estructurales del país nunca resueltos, y al final, el no ser capaces de resolver estos problemas estructurales, resultan ellos mismos ubicándonos entre los países más excluyentes, violentos, inequitativos, desiguales, impunes y corruptos del mundo.
Necesitamos de una vez por todas entender que, como lo describieron los constituyentes, somos un país pluralista, y su piedra angular es la tolerancia. Necesitamos de la tolerancia precisamente para movernos a mostrarnos siempre respetuosos y considerados con quienes piensan, sienten, actúan u opinan de manera diferente a la nuestra. Necesitamos entender que podemos coexistir, de forma organizada, en la misma sociedad, en el mismo espacio, TODOS los que pensamos, actuamos, sentimos y opinamos distinto, sin necesidad exigir solamente la existencia de quienes se consideran a sí mismos “los de bien”.
Si no logramos concebir esta manera de Estado, y si no logramos entender que la Constitución que nos gobierna ya no es la de 1886, angustiosamente estaremos condenados a seguir viendo cómo grupos poblacionales se ensanchan en quedar sola y únicamente ellos, excluyendo (erradicando y desapareciendo completamente del territorio) a quienes son distintos, sometiendo a comunidades enteras al terror y al silencio. Seguiremos presenciando la tragedia humana y seguirá coexistiendo con la esperanza la desgarradora barbarie que pone en duda nuestra dignidad.
Si no aprendemos a coexistir, si seguimos negando entre nosotros mismos la diversidad y el pluralismo inherente a la sociedad colombiana y si seguimos negando entre nosotros el valor sagrado de la vida, dolorosamente seguiremos viendo en nuestro territorio manifestaciones terriblemente angustiosas como los llantos afligidos e inconsolables de los hijos al ver morir a sus padres.