La historia se repite: en los próximos días muchos le pedirán a Duque ceñirse a su discurso del 7 de agosto y desmarcarse de Uribe, su “presidente eterno”. Después de la estruendosa derrota por partida doble de las objeciones a la ley estatutaria de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) –primero, en el Congreso y, luego, con la sentencia de la Corte Constitucional–, muchos le dirán: ‘Cambie su rumbo’.
El problema es que el gobierno Duque no tiene rumbo. Este gobierno no avanza porque, como ya se ha dicho, Duque no cuenta con el mismo apoyo que tuvo Uribe en su mandato; el uribismo está en el poder, pero ya no es hegemónico. Y ese apoyo se ha debilitado, en parte, porque el establecimiento se ha volcado a defender el acuerdo de paz. Los defensores del acuerdo no han permitido que Uribe se salga con la suya, pero tampoco quieren dejar a Duque completamente a la deriva, pues creen que eso fortalece a Uribe. Y en este círculo vicioso vuelven las voces que hablan de consenso nacional, de “acuerdo sobre lo fundamental”, del Frente Nacional.
En vez de preocuparse por que un gobierno a todas luces incompetente no haya consolidado ningún tipo de gobernabilidad, lo que hay que poner sobre el tapete es precisamente su mediocridad.
El Frente Nacional (1958-1974) fue un acuerdo entre las élites para desmovilizar al campesinado que había tomado conciencia política durante la época de la Violencia(1946-1965), como muy bien lo recuerda Jesús Antonio Bejarano: “La historia de las luchas agrarias del siglo XX es eso, la convocatoria del campesinado como objeto político y su rápida conversión en sujeto político que provoca permanentemente la reunificación de las clases dominantes para conjurar el desborde. En adelante, y durante todo el Frente Nacional, los sectores dominantes se encerrarán sobre sí mismos, negándose a la aventura de la movilización social para dirimir sus disputas”.
Este acuerdo desactivó la guerra civil entre los partidos Liberal y Conservador, pero contribuyó a consolidar una insurgercia armada revolucionaria. Además, fue un acuerdo de borrón y cuenta nueva: un pacto de impunidad. Impunidad que precisamente quiere evitar el sistema de justicia transicional, creado en el acuerdo de paz. En cambio, si hay un acuerdo que busca el uribismo es justamente ese: un pacto de impunidad para beneficiar a los promotores del conflicto, no esos que pusieron el pecho durante la guerra, sino los que dieron las órdenes y obligaron a las clases populares a pelear durante más de 50 años en una guerra que no les pertenecía.
En vez de preocuparse por que un gobierno a todas luces incompetente no haya consolidado ningún tipo de gobernabilidad, lo que hay que poner sobre el tapete es precisamente su mediocridad. Si el sistema colombiano fuera un sistema semipresidencial o parlamentario, Duque ya estaría abocado a convocar a nuevas elecciones.
La solución no está en tirarle un salvavidas a Duque ni en hacer concesiones al uribismo, sino en hacerle entender a Uribe que su hegemonía se acabó, que está ‘sub judice’ y que la Comisión de la Verdad lo está esperando para que le cuente la verdad a las víctimas. El uribismo no es su portavoz, pues estas votaron por el sí en el plebiscito. Los promotores del no ganaron por un estrechísimo margen del 0,43 % (53.894 votos) y lo hicieron apelando a la mentira, así lo explica el consejero presidencial Barbosa en su libro: “Ese mismo 5 de octubre, el gerente de la campaña del no del Centro Democrático, Juan Carlos Vélez, en una entrevista en el diario ‘La República’ explicó la estrategia de engaño para lograr convencer a la gente de votar contra el plebiscito”. Se les olvida, además, que tras conocerse los resultados de este, el expresidente Santos anunció el inicio de un proceso de renegociación del acuerdo de paz con los voceros del no, proceso que desembocó en la firma del acuerdo del Teatro Colón. Convenientemente olvidan también que en las elecciones pasadas, más de ocho millones de personas votaron contra el proyecto uribista y muchos de los que votaron por Duque no votaron por Uribe, sino que lo hicieron para atajar la amenaza del castrochavismo, otra mentira divulgada por el uribismo en la campaña presidencial. No, el país no está dividido, no hay una crisis institucional, lo que existe es una corriente política minoritaria que se quedó sin agenda y que no sabe sobrevivir sin recurrir a la mentira.