La mano negra se tambalea con el sonar de esos pies descalzos, me arrimo a ti, te huelo y tiemblo.
Quiero un coñac y brindar con el reloj de arena que ha puesto la abuela en la mesita de noche.
¿Estas? O solo es un reflejo de quien ha dejado de respirar, de quien se ha ido volando por la ventana de Wendy, de la mano de Peter Pan para el mundo del nunca jamás, respiro profundo y de tanto aire por poco desfallezco en el intentar, en el ir, en el dejar, es tan confuso que he abandonado mis alpargatas al lado del sofá, pues me siento aturdida con el olor de tus pasos, con el hedor de tu olvido.
¿Aún te encuentras allí? Escucho tus pasos, son bruscos, ásperos y sonoros, tus zapatillas juegan a bailar flamenco, con tu rastro a castañuelas dejas claro que estas allí pero no abres, no te asomas por la ventana. ¿No ves mis pies?, se han pasmado con la muerte del ruiseñor de Oscar Wilde, has logrado que grite la oración del ruiseñor apretándome cada vez más contra las espinas del rosal en invierno, se ha teñido la nieve con mi sangre, dejando ahí el ardor del sin vergüenza, de quien no tiene aquel reloj de arena.
¿Me abres? Lo he dejado todo, he dejado mi alma de novillo y solo los elefantes pueden peinarme las trenzas, son tantos que no encuentro descansar, ¡pisan fuerte!, magullan el alma, muelen las palabras y quebrantan mi lengua.
Finalmente el frío invadió la ciudad y allí en ese instante en que la mancha blanca vestía el London Bridge, cayó una lluvia de golondrinas muertas que no pudieron llegar a Marte, se alejaron de los parques y renunciaron al pan de los viejos, a las risitas de los niños. Los gatos esa noche sucumbieron extasiados por el gran festín, dejando la estela de arcadas con plumas de aquellas golondrinas; aquel día las gentes caminaron sobre un gran plumaje terciopelo con tintes purpura, y para mi asombro nunca había sentido tanto calor en los pies, cerca del río Támesis en invierno.
Adiós.
