82 naciones nos observan y esperan que del seno de este pueblo iracundo surja el líder capaz de expulsar del poder a quienes nos han deshonrado. Para hacerlo, deberemos apartar de un manotazo a la barbarie civil y uniformada que nos expolia y aherroja, así como a los tartufos, tontos útiles y canallas que los secundan. Es nuestro imperativo histórico moral.
Einstein, que las vivió en carne propia aunque desde una visión macro cósmica, las consideraba altamente beneficiosas. Desafiaban a la humanidad a hurgar en sus entrañas para superarlas exigiéndole al hombre diera lo mejor de sí para permitir el parto de lo nuevo. Hitler, desde el otro extremo, les daba la bienvenida para que desecharan lo inútil, sacaran de circulación a las razas menos capacitadas y parasitarias para así abrirle el paso a la raza de los superhombres y permitirles coronar su lucha por la hegemonía. Seguía el concepto del superhombre nietzscheano. Antonio Gramsci, el fundador del Partido Comunista italiano, las observaba con interés político y científico: veía en ellas el enfrentamiento de lo viejo y periclitado contra lo nuevo que pugnaba por imponerse y salir a la luz. Un parto hacia el futuro.
He vivido dos crisis históricas, de naturaleza excepcional: la chilena y la venezolana. La chilena fue resuelta al poco tiempo de mostrar sus vísceras: tras mil días de ensayos revolucionarios y en cuanto quedó en claro que las fuerzas políticas y sociales que estaban en trance de apoderarse del Estado y poner en práctica las enseñanzas del marxismo leninismo no estaban en absoluto capacitadas para controlar el poder político, imponerse mediante la fuerza y la disciplina de las armas y resolver los problemas que le habían permitido el asalto al Poder. Quienes sí estaban capacitados para hacerlo comenzaron por demostrarlo resolviendo en unas pocas horas el dilema hamletiano: ser o no ser. Dieron un golpe de Estado que comenzó al amanecer y había resuelto el dilema poco después del mediodía. Bombardearon La Moneda en un asombroso ataque quirúrgico, controlaron todos los centros de Poder en algunas horas, no dudaron un segundo a la hora de imponerse frente a sus eventuales enemigos y no encontraron otra oposición que el suicidio del presidente de la República, que en algunos minutos comprendió que su apuesta había sido aplastada de manera inclemente e irrevocable. Suena espantoso, pero corresponde a la más estricta verdad: muerto el perro, se acabó la rabia. Honrando su gallardía y su integridad moral, Salvador Allende se descerrajó los sesos. El resto fue silencio.
Esa resolución relámpago del problema del Poder por parte del General Augusto Pinochet y el Estado Mayor de sus cuatro fuerzas mostró en toda su crudeza la naturaleza expedita, radical, lúcida y varonil de la chilenidad. Ni entonces ni nunca el poder del Estado se rebajó en Chile a servir de comparsa a sectores prostituidos moralmente, a rufianes y malhechores, a narcotraficantes, ladrones y asesinos. Muchísimo menos a sátrapas dispuestos a entregar la soberanía nacional a manos de buhoneros caribeños. Y al decirlo así me refiero no sólo a las fuerzas que se opusieron a la deriva castro comunista que pretendió imponer el gobierno de la Unidad Popular que, más allá de sus graves errores, se comportó a la altura de la grandeza histórica de un país que ya en 1828 fuera reconocido por el Libertador como el único país que podría llegar a ser libre en la América Española. Un país en donde los independentistas no se enriquecieron apoderándose de las tierras, ganaderías y bienes de las viejas clases dominantes, en donde los militares fueran rápidamente apartados del poder y desterrados para que murieran fuera de la Patria: O’Higgins en el Perú, los Carrera en Mendoza. Y en donde se inició la construcción del Estado con el concurso del venezolano Andrés Bello hasta ser Chile el primer país de la América Española dotado de un poderoso instrumento de dominación nacional. Hago la acotación para marcar las diferencias, ante el reiterado, impropio e inútil esfuerzo de algunos sectores políticos venezolanos por esperar, sin emplear los mismos métodos, resolver la crisis como lo hicieran los chilenos: con el recurso a la cultura política de sus ciudadanos.
La segunda de las crisis de excepción que he vivido en carne propia es la venezolana. Las diferencias entre un país y el otro son tan abismales, como ya debió reconocerlo el Libertador en el momento de su ocaso, al considerar que Chile era el único país capacitado como para ser libre. Transcurrido el mismo lapso desde la toma del gobierno por los sectores golpistas venezolanos en el que en Chile se vivió la tragedia del 11 de septiembre de 1973 – alrededor de mil días – , en Venezuela se vivió la farsa del 11 de abril. Un payaso dicharachero y lenguaraz se entregó aferrado a las sotanas de un arzobispo, fue enviado a la isla de La Orchila para que pasara el mal rato, el estado mayor careció de todo liderazgo, nadie se atrevió a tomar el Poder en férrea mano, todos esquivaron la responsabilidad de asumir las riendas del Poder y enfrentados unos a otros, como unos borrachos en pugna por una botella vacía, se rindieron sin disparar un tiro ante un extravagante general budista, hoy recompensado con la prisión por su felonía. Un general tan ajeno a ambiciones políticas y tan inconsciente del momento histórico que vivía el país como los restantes altos mandos, que permitió que las pandillas de asaltantes castro comunistas retornaran al Poder y se lo entregaran en bandeja de plata al tirano cubano Fidel Castro. Dotado de los suficientes apéndices como para meterse en el bolsillo al payaso y su circo petrolero, comprender la circunstancias y recibir de regalo un país que se le negara con hombría y entereza cuando sus fuerzas armadas no estaban trasminadas de corrupción y cobardía.
La crisis chilena se prolongó por diecisiete años. A su término, Chile se había convertido de la mano de Augusto Pinochet en el país mejor preparado para aspirar a ingresar al exclusivo club del primer Mundo, en donde hoy se encuentra. Venezuela, en esos mismos diecisiete años se ha convertido en una piltrafa invertebrada, saqueada, pervertida y lacerada. Hay crisis y crisis. La chilena justificó la visión einsteiniana: permitió que emergiera lo mejor de un país que necesitaba de urgentes transformaciones. La venezolana ha terminado por arrastrar a su gente al zoológico de su fatal menesterosidad. Ya no es capaz de sostenerse en pie. Cumple a cabalidad el presagio del mismo Libertador que en carta al General Juan José Flores, puesto por él al mando del Ecuador, expresara negro sobre blanco: «Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas. Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. Si fuera posible que una parte volviera al caos primitivo, éste sería el último período de la América.»
¿Saldrá de Venezuela de esta crisis? Temo muy seriamente que nos aproximamos a ese estado de caos primitivo. Los «tiranuelos casi imperceptibles, de todos colores y razas» se encuentran al mando de la dictadura y su oposición: son un colombiano, Nicolás Maduro, y un venezolano, Henry Flacón. Ni aquel es capaz de mantenerse por más tiempo en el poder, ni éste de sacarlo cuanto antes de sus fortificadas posiciones. Las fuerzas armadas han alcanzado el más vil y corrompido estado de su decadencia. De manera que de salir de esta crisis, lo que a partir de la brutal paliza abstencionista que el pueblo les diera por una abrumadora mayoría a su clase política y uniformada este 20 de mayo, constituye ya un imperativo histórico, muy probablemente no lo hará por fuerzas propias. Si acaso, con el concurso de la comunidad internacional. Hemos cumplido a cabalidad la conminación socrática: ser lo que somos. Henos aquí. Esto es lo que somos. Aunque usted no lo crea.
82 naciones nos observan y esperan que del seno de este pueblo iracundo surja el líder capaz de expulsar del poder a quienes nos han deshonrado. Para hacerlo, deberemos apartar de un manotazo a la barbarie civil y uniformada que nos expolia y aherroja, así como a los tartufos, tontos útiles y canallas que los secundan. Es nuestro imperativo histórico moral.