Sobreviviendo a lo imposible

¡Váyanse de aquí! ¡No, ¿por qué? si la playa es pública! ¡Qué se vayan! ¡Qué no! Alegatos. Insultos. Gritos. Simón en el medio. Un hombre saca una pistola, apunta. Simón corre. ¡Pum! Una bala en su cabeza.

Un estudiante de Gastronomía del Colegio Mayor que por haber perdido una beca y no tener plata para el semestre debía esperar seis meses para reingresar a la universidad. Decidió que mejor se iba a ir a viajar por esos meses. En el transcurso se da cuenta que era muy poco tiempo, decide no ponerle fecha de regreso, que la aventura durara lo que tuviera que durar.

Con 23 años, solo y sin miedo, el 22 de enero del año pasado, Simón Mejía, cogió su maleta, salió de la casa y se dispuso a cumplir el sueño de recorrer Latinoamérica mochileando. Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina era la ruta a seguir, aunque solo alcanzaría a llegar a la tierra de los Incas.

De Medellín salió hacia el sur cruzando montañas y campos cafeteros hasta parar en Pereira. Su travesía comenzó con el pie izquierdo, al llegar unos barristas armados con navajas le robaron 200 mil pesos, el único dinero con el que contaba.

Desde ese impasse el joven con expansores en las orejas, barba oscura y más de 20 tatuajes empezó a trabajar en lo que saliera. Con voluntariados, tatuando, haciendo murales, diseñando, organizando y pintando habitaciones se ganaba lo suficiente como para pagar lo de la noche y la comida de ese día.

Trabajaba cuatro horas al día, luego salía a conocer, a vivir el momento. Dormía en hostales en una habitación solo para él cuando le había ido bien, y cuando no tenía plata se quedaba en una con dos camarotes y gente “parchada” que se iba convirtiendo en su familia.

Luego de varios días siguió hacia Cali por esa carretera con un paisaje de extensos cultivos de caña de azúcar. En la capital de la salsa tatuó a muchas personas y eso le encantaba pues era un hobby que realizaba desde hacía 8 años. Un día como cualquier otro le llegó una cliente, Tatiana, una joven curiosa. Mientras la tatuaba Simón le contó de su viaje, ella decidió sumarse y se convirtió en su compañera de aventura.

Decidió que era el momento de cambiar de ambiente y cruzando la selva amazónica llegó a Ecuador. Simón ya había tenido la oportunidad de viajar pero nunca fuera del país. Sabía algunas cositas del mundo de los trotamundos y lo que no, lo averiguaba en páginas de internet como “viajeros por el mundo” o pedía recomendaciones a amigos.

A diario, por dos horas, tocaba guitarra en los restaurantes. Alcanzaba a recoger alrededor de 70 mil pesos al día. Después de seis meses, y sin afán, logró ahorrar lo suficiente para poder cambiar de país y no llegar tan a la deriva.

Octubre. Tumbes fue la próxima parada, una ciudad fronteriza de Perú. El choque cultural les dio duro así como también acostumbrarse a los soles y no a los dólares de Ecuador. Uno de sus primeros trabajos fue un mural para una tienda de ropa y tablas de skate, “como de un extraterrestre, de unas cosas ahí todas raras, todas parchadas”.

Después de varias semanas en las que ya no salía más trabajo cogieron carretera hacia Máncora, una ciudad costera a dos horas de Tumbes, reconocida por tener una de las playas más lindas de Perú y muy buenas olas para surfear.

No tenían mucho dinero, les tocó tirar dedo, tardaron dos días y llegaron a tiempo para estar en el Congreso de Gastronomía al que querían asistir allí. Con lo que no contaban era con que sus planes cambiarían cuatro días antes del evento.

Trabajó de voluntario en un camping y con los días se consiguió otro voluntariado mejor para pagar una habitación en un hostal “súper genial, súper unido”, en donde hizo amigos de diversas partes del mundo.

El 18 de octubre a las 9 de la noche, los huéspedes decidieron irse a una fiesta en la playa. Llevaron botellas de Pisco, la bebida nacional de Perú, y un bafle para poder escuchar música y no tener que entrar a los bares del fondo en el que un solo trago de ese licor costaba mucho más de lo que costaba la botella en un supermercado.

Pasó el tiempo y el bafle de Simón se descargó. Tuvieron que comprarle cervezas al administrador del bar para que no les pusiera problema por pedirle que pusiera canciones de electrónica.

Mientras bailaban y tomaban, la marea comenzó a subir y los zapatos que habían dejado cerca a la orilla se les estaban mojando, decidieron correrlos acercarse más al bar. Aun así, seguían sentados en la playa, afuera del bar, pero el dueño del negocio se puso bravo porque no le estaban consumiendo todo a él.

El hombre, de alrededor de 45 años, les gritó que se fueran de la playa. Un peruano, exaltado, alegaba que no se iban a ir. Todos empezaron a “alzarse”. Solo palabras, ni un solo puño, Simón estaba en el medio. En cuestión de segundos el hombre saca una pistola. Tatiana coge a Simón y le grita que corran. Apunta. Corren. Suena un disparo. Simón al piso.

No quedó inconsciente. Se tocaba la cabeza sintiendo que se desangraba pero no podía hacer nada. Solo pensaba “parce me mataron”. No quería seguir tocando la sangre caliente, pero le era imposible dejar de apretarse la cabeza y pensar por qué no se moría.

Tatiana lo abrazaba y gritaba que le ayudaran, pero nadie contestaba. Sus amigos habían salido corriendo, estaba sola. El autor del disparó los miró, guardó la pistola, se subió a su moto DT y se fue.

Los amigos regresaron cuando el señor ya no estaba. Corrieron hacia un cuadrante de policía que quedaba cerca. Estos llegaron a donde estaba Simón pero solo hablaban por el radio y la ambulancia no aparecía. Pasaron varios minutos y Simón seguía consciente, Tatiana lo abrazaba mientras lloraba.

“Por fin llegó la ambulancia”, se bajaron del carro y al ver que eran extranjeros les dijeron que no les podían ayudar, necesitaban a alguien que les pagara y ellos no tenían seguro ni efectivo.

Pegándole patadas a la ambulancia y llorando Tatiana y sus amigos gritaban que lo iban a dejar morir. Simón perdía cada vez más el conocimiento. Unos cazadores de olas subieron a Simón a una tabla de surf y, a la fuerza, lo montaron a la ambulancia, que no tuvo otra opción que arrancar.

Tatiana no paraba de hablarle a Simón para que no se durmiera. La ambulancia seguía y seguía andando y nada que llegaban al hospital. Desesperada, preguntó por qué estaba tan largo el camino. Estaban yendo hacia un hospital de Tumbes, lo que significaba dos horas de trayecto. Ese fue el viaje más horrible y largo de la vida de Tatiana.

Llegaron a Tumbes a las seis de la mañana. Lo bajaron a una camilla en donde lo dejaron abandonado en el corredor mientras analizaban si podían atenderlo. Tatiana seguía con su misión de no dejarlo dormir.

Decidieron atenderlo. Tatiana se despide de él y lo entran a urgencias. Le quitaron las chanclas, le cortaron las manillas, la pantaloneta y un collar de diente de cocodrilo que no se había quitado desde que lo había intercambiado con un argentino en el Amazonas de Ecuador. También le dañaron una camisa negra “toda cuca, toda parchada” que justo estaba estrenando ese día.

Suena el teléfono en la casa de Simón, nadie contesta. Era Tatiana llamando con el celular que le había alcanzado a sacar de la pantaloneta. Tuvo que irse a dos cuadras del hospital donde una señora se compadeció de ella y le dio la clave del wifi para poder llamar.

Después de más de cinco intentos, contestan. Tatiana no era capaz de hablar, el llanto la invadía. La tía, muy calmada, solo le preguntaba si Simón seguía vivo. La mamá no entendía ni decía nada, solo lloraba.

Los primeros dos días estuvo sola en la clínica, descalza, llena de sangre del pelo hasta los pies. Los médicos le decían que se fuera. Dormía en el piso con dos maletas de viajeros gigantes, en otro país, sin saber qué hacer y “loca porque al man con el que viajaba le habían dado un tiro en la cabeza”.

Luego de que los médicos vieron dos huecos en su cabeza, se dieron cuenta que la bala había entrado, rebotado en el cráneo y salido por el ladito. El hospital no tenía neurocirujano y no estaba dotado con los equipos necesarios. El único tratamiento que le hacían era calmarle el dolor poniéndole Tramadol intravenoso y Dipirona las 24 horas del día.

El cerebro de Simón ya era como una gelatina y estaba sucediendo lo que todos temían, una pérdida de masa encefálica por los dos huecos. Estaba grave. Sin la atención necesaria. La mamá llega a Tumbes pensando que va a despedir a su hijo.

Solo podían hacerle una sutura simple y con eso tuvo para estar “estable”. Como el cerebro se le había inflamado, le hicieron un hueco para que se desinflamara y le quitaron parte del cráneo. Al despertar y ver a su mamá solo dijo, “mami, mami, si quiera estás aquí” y se quedó dormido.

Mientras tanto la familia en Colombia gestionaba cómo repatriarlo. Se unieron los más allegados e “hicieron una logística súper tesa”. Primero contactaron al Consulado de Colombia en Perú y coincidió con que días antes, a punta de palazos, habían dejado inválido a un joven y matado a otro. El Consulado estaba ocupado tramitando la repatriación de estos jóvenes campesinos.

Crearon una petición en Change.org para que la gente firmara y así generarle presión al gobierno. Hablaron con los medios de comunicación. Abrieron una cuenta en Bancolombia para donaciones e inundaron las redes sociales con una imagen de Simón, el hashtag #FuerzaSimón y la explicación de cómo donar. Se volvieron virales.

Simón despertó. Intentó pararse y no pudo. No sentía el lado derecho de su cuerpo, “fue lo peor, decepcionado totalmente de mi vida”. El peso de su cuerpo lo tumbaba, era como si ese lado no existiera, como si lo hubieran desconectado por completo.

La bala entró por el lóbulo temporal. No solo le produjo hemiplejia, también le afectó la atención, concentración y memoria. La mamá y Tatiana se mostraban fuertes y calmadas en frente de él para que no se derrumbara. Le hacían chistes tratándolo de distraer.

Era hora de trasladarlo. Se dispuso la ayuda de la Cruz Roja para llevarlo a Lima. Esperaron horas y al final le comunicaron que todo falló porque no se pudo conseguir un transporte medicalizado. Si querían contar con uno necesitaban pagar más de ochenta millones de pesos, que no tenían.

La familia comenzó a vender donas. Hicieron un plantón en el Parque La Floresta y el Parque El Poblado para recoger fondos. Grabaron videos para sensibilizar a las personas, pero los días corrían y Simón seguía en Perú sin ningún tratamiento.

El Consulado se defendía diciendo que por ley no les competía asumir gastos médicos ni asistencia personalizada y que por eso mismo se vendían los seguros para viajes internacionales. Simón no había tenido plata, ni tarjeta de crédito, para comprarlo.

Llegó la noticia de que iba a ser trasladado a un hospital mejor en la ciudad de Chiclayo. Era día de Censo Electoral y no había un conductor para la ambulancia. El traslado de nuevo falló y tuvieron que esperar cuatro días más para poderlo mover allí.

Cuando llegan a Chiclayo se dan cuenta de que el hospital estaba en crisis desde hacía seis meses, no tenía tomógrafo y los exámenes de laboratorio había que hacerlos por fuera. Simón, de nuevo, estaba en una camilla en la mitad del pasillo esperando ser “atendido”.

Siempre se reía, lloraba muy de vez en cuando diciéndole a su mamá que no iba a poder caminar nunca más. La mamá trataba de convencerlo de lo contrario. Le llevaron un periódico de Perú donde había salido pero le cambiaron el nombre por Timón. En Colombia, en Caracol, ya lo habían matado desde el titular y en el resto de medios todas las versiones eran diferentes.

Simón cada vez se deterioraba más neurológicamente. Ya no era capaz de decir más de tres palabras sin quedarse dormido. Se le olvidaban muchas más cosas y de un momento a otro se quedaba retraído. Solo le ponían antibióticos y anti convulsionantes, “yo estaba muy sedado, solo alucinaba y hablaba puras guevonadas”.

En Medellín seguían tratando de reunir dinero realizando conciertos en homenaje a Simón y haciendo la “Rayatón”, en donde se buscaba recolectar dinero tatuando gente. Mientras tanto, seguían en la búsqueda de un helicóptero con cabina presurizada. El Consulado seguía tratando de repatriar al muerto y no al vivo.

A los quince días, luego de más de tres intentos fallidos, la Fuerza Armada facilita un avión y el traslado se hace realidad. Viajó con su mamá y a Tatiana le pagaron el tiquete con las donaciones. Le pusieron un medicamento que lo hacía desesperar como si estuviera en una camisa de fuerza. Le daba mal genio y rabia no poder mover medio cuerpo.

Aterrizó en el Aeropuerto Internacional José María Córdova y de ahí lo llevaron a la Clínica Ces. Tenían que hacerle de urgencia una de las cirugías más riesgosas. Lo tusaron y le realizaron una esquirlectomía para sacarle todas las esquirlas del hueso del cráneo que seguían en el cerebro.

Sobrevivió, pero como le volvieron a tocar el cerebro perdió más funciones. Se le afectó más la memoria, ya no podía mover nada de la cabeza hasta los pies y sentía “un dolor de cabeza increíblemente infernal”. Todos los dolores de cabeza eran diferentes, unos por la herida, otros por el estrés, otros por pensar y otros por respirar.

Como venía de otro hospital lo pusieron en aislamiento, no sabían que bacterias traía de Perú. A diario le hacían muchos exámenes. La temperatura de la habitación era muy fría. No podía recibir muchas visitas.

Después de varios días lo pasaron para una pieza donde no podían visitarlo mucho pero tenía que estar con alguien las 24 horas. La mamá, la tía, la hermana y la abuela eran las encargadas de hacer los turnos.

Todo el tiempo era consciente, pero con una memoria horrible. Le llevaban el desayuno, se lo comía y cuando veía la bandeja vacía se emocionaba pensando que ya se lo iban a traer. Era imposible mantener una conversación con él, “parecía Dory, la de Nemo”, todo se le olvidaba al segundo.

Empezó las fisioterapias en su lado derecho. Fue recuperando la fuerza de la mano paulatinamente pero su pie no corría con la misma suerte. Se lo movían y él, en su mente y con el otro pie, tenía que hacer lo mismo buscando que el cerebro hiciera otras conexiones de nuevo y aprendiera cómo se hacía.

“La cuchara, imposible, era el mayor desafío”, perdió la noción del espacio y no era capaz de calcular ninguna distancia. Todo lo regaba. Todo lo tumbaba. Le trabajaban el fortalecimiento y conciencia del espacio, pero nadie confiaba en su recuperación.

Se frustraba mucho cuando quería mover el pie y no podía. Se sentía inútil, un vegetal. No quería que nadie le limpiara más la nalga. Le daba ira que le tuvieran que hacer todo, y no como él quería que se lo hicieran. Estaba desesperado.

Chatear era un reto que le duraba todo el día. No sabía cómo coger el celular, cómo desbloquearlo, ni mucho menos sus contraseñas o nombres de usuario. No era capaz de escribir con ese teclado. Digitando un “hola” se podía demorar eternidades. Sus amigos lo invitaban a hacer video llamadas y él ni idea de qué era eso.

Las neuroterapias eran las peores porque a “mi literalmente me daba dolor de cabeza pensar”. Perdió la lógica matemática y en sus sesiones se podía demorar dos horas contando de dos en dos hasta llegar a cincuenta. Terminaba cansado, fatigado y con un dolor impresionante. Pero estaba vivo.

En contra de su voluntad, le compraron una silla de ruedas. Nunca la tocó. Empezó a convencerse de que él iba a mover ese pie. Repetía el movimiento con el otro pie. Se lo imaginaba en su cabeza. De repente gritó, había logrado moverlo medio milímetro. “Vengan todos, vengan”. Todos lloraban, felices y con la esperanza de que sí iba a caminar algún día.

A sus manos llegó el caminador de la abuela de un amigo. Se colgaba de él y hacía toda la fuerza en el muslo moviendo el pie como un robot. Lo más importante para él era dar pasos y ser lo más independiente posible.

Llegó el día de irse a la casa. Todo estaba listo, “yo ya estaba fresco”. Le hicieron exámenes de rutina. Le salió que tenía Estafilococos Haemolyticus, una bacteria inmuno resistente, muy difícil de matar.

Inmediatamente lo volvieron a poner en aislamiento restringiéndole las visitas. El pronóstico no era muy esperanzador. Había riesgo de una encefalitis. No le daban más de dos días. Le empezaron a dar más antibiótico intravenoso.

Pasaron los días y Simón logró sobrevivir. Los médicos no paraban de decir el milagro que era que se hubiera recuperado de todo lo que le había pasado, cada vez había un problema peor y él seguía vivo.

La noticia de Simón continuaba en los medios de comunicación, aunque estos nunca hablaron con él ni con los médicos. Los periodistas solo hacían especulaciones y la información se empezó a tergiversar. El grupo de Facebook, #FuerzaSimón, se convirtió en la única fuente confiable.

Le parece muy lindo que tanta gente se haya unido y toda la conciencia que se creó. “Ojalá ese grupo hubiera seguido para hacer más cosas”, aunque le gustaría que lo recordaran porque hizo algo bien “chimba”, como donar a una fundación o algo así, pero no porque un borracho le pegó un tiro en la cabeza.

Estaba calvo, barbado y con un parche en el ojo porque veía doble. El ojo derecho había quedado más lento. Cada día se rotaba el parche para engañar al ojo de cuál era el centro. “Compré uno ahí de pirata, una chimba” y además cayó Halloween entonces todo encajaba.

Nunca dejó de sonreír. No se iba a deprimir solamente porque pensaban que lo iba a hacer. Prefería sacarle chiste a todo. De vez en cuando le daban momentos de tristeza de ver su cuerpo así, pero se secaba las lágrimas y seguía concentrado en su recuperación. Después de estar aproximadamente veinte días en el hospital le permitieron irse con “Médico en casa”.

Llegó a la casa y aunque no podía recibir muchas visitas, a diario iban más de ocho personas porque a él se le iba olvidando a quién le había dicho que fuera y a todos les decía que “sí, que cayera”. Tatiana volvió a Cali.

El hombre que le disparó se escondió por muchos días hasta que lo cogieron, no solo por lo de Simón, sino por haber matado a otros. Está detenido, pero no se sabe mucho acerca del caso. Ahora tienen que mandar un abogado para que los represente.

No guarda ningún rencor. Quiere retomar el viaje y terminarlo. En seis meses espera volver a Perú cuando finalice todos los medicamentos, porque en cualquier parte le pueden dar un tiro a alguien, “más fácil me lo vuelven a dar en Colombia que viajando”.

Aunque le digan que su vida es un milagro, no por eso va a empezar a creer en Dios. No entiende por qué tiene que cuestionarse el por qué vivió. Piensa que fue muy de buenas, aunque le hubiera gustado más esquivar la bala como en Matrix. Pero si tuviera que dar una respuesta sería que “viví porque me salvaron, porque tengo cerebro de gamín”.