Hace poco terminé de leer Contarlo Todo del escritor peruano Jeremías Gamboa; quien durante quinientas páginas intima con el lector, no siempre complaciéndolo; y aunque lo hice en varias sentadas robándole tiempo a mi trabajo cotidiano, nunca me sentí fatigado o defraudado en sus páginas como sí sucedió con Pureza de Jonathan Franzen, novela recomendadísima por el New York Times como una de las diez mejores del año y de la cual esperaba mucho, o como ocurrió con el último capítulo de la póstuma novela 2666 de Roberto Bolaño; quería develar el misterio en Contarlo Todo, si es que había alguno, y quizás por esa causa inútil, agudizaba mis sentidos de escritor inexperto al bajar por las palabras siempre detrás de aquel joven estudiante de periodismo que al final venció mi resistencia y me sedujo a considerarlo tan grandioso como Ulises Lima en Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño, Tooru Okada en Crónica del Pájaro que da Cuerda al Mundo de Haruki Murakami, Callie en The Middlesex de Seffrey Eugenides o Hanta en Una soledad demasiado ruidosa de Bohurmil Hrabal.
Ansioso en hallar las costuras de la narrativa de Gamboa, o para sonar menos ambicioso, guiado más bien por descubrir lo que suponía un engaño editorial en semejante libro apadrinado por el nobel peruano Mario Vargas Llosa, busqué las huellas del maestro autor de obras como Casa Verde, ¿Quién mató a Palomino Molero, La ciudad y los perros o Pantaleón y las visitadoras, acaso dudando de una voz única y particular que lograra decirme cómo escribir a mi modo y qué camino inexplicable iba asumir frente a la página en blanco, frente a esa trinchera vital mezcla de cielo e infierno, de miedo y nostalgia en el cual los inexpertos siempre perdemos la vida sin darnos cuenta, me estaba hallando a mí mismo en las calles de Lima bajo la piel de la angustia de Gabriel Lisboa al no saber qué escribir ni cómo hacerlo, becario y aprendiz de periodista él, que había apostado todo a la escritura. Es más, a medida que subrayaba frases reveladoras como “quizás se trate de eso, ¿no crees? De encontrar el silencio total y escucharte, de reconocer los sonidos que hay dentro de ti”, confirmaba una verdad sabida: la escuela es el espacio privilegiado para encontrar la música profunda de nuestra voz.
Y entonces pensaba en las cientos, miles de tareas (¿Cuántas tareas sin sentido había realizado desde primaria hasta bachillerato?) quizás inútiles que debía realizar para aprobar una asignatura obligatoria para aprobar el año escolar o a lo mejor, para no ir más allá, para complacer al profesor. O como escribiría @jalexanderg hace poco en tuitter: “…muchos maestros dejan tareas con sentido, la mayoría la usan como método de mantener la autoridad” para referirse a las tareas inútiles que muchos colegas (de pronto también yo) hemos colgado al cuello como pesadas piedras para sumergir a nuestros estudiantes en hondos aburrimientos o sin sentidos, tareas que carecen de practicidad porque nunca el estudiante puede aplicarlas a la vida diaria, a sus problemas vitales de hambre o de sufrimientos amorosos, o luego del incendio de su casa con pérdida total, o frente a un grupo armado que reclama venganza y asesina a todos los miembros de su familia. Cientos, miles de tareas que no promueven encontrar la música profunda de la voz de cada estudiante. Cientos, miles de tareas sosas, poco creativas que no incentivan la creatividad, ni la investigación, ni la autonomía sino la copia indiscriminada y “el plagio aplaudido para eludir los controles” de los docentes que en verdad evalúan procesos.
Pero hoy en mi imaginación camino por las calles de Lima junto a Gabriel Lisboa y soy testigo de su obra, de sus palabras una tras otra escrita para comunicar la propia vida que ya no le pertenece sino que es mía, ni siquiera es de su inventor Jeremías Gamboa, he adquirido esa existencia como lector iletrado que soy, yo, aprendiz de escritor en la ciudad letrada, analfabeta en la ciudad letrada que ha olvidado las cientos, las miles de tareas “realizadas” o copiadas en la escuela o en el colegio pero que vive con pasión cada instante no como una tarea inútil sino como un proyecto de felicidad que se deconstruye a cada sílaba, a cada página leída al reescribirla de otro modo, y también llevo conmigo a mis profesores que alentaron mi vuelo, que me acompañaron a conocer mi voz y a compartir con otros la música de la noche, y doy gracias por esa evaluación sobre figuras retóricas que no asumí como una cruz sino que, al contrario, me animó a soñar y a creer que más allá de las tareas inútiles había una probabilidad para realizarse creyendo en mis destrezas y habilidades; y espero que la escuela incite a la creatividad y a fortalecer la autoestima, a la criticidad, y a que esas tareas inútiles tengan sentido para propósitos superiores.