Desde que el pasado Primero de Octubre de 2017, el presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, y los partidos nacionalistas en el Parlamento catalán, avanzaran en el referéndum por la independencia de esa comunidad autónoma, la confrontación con el resto de España se ha tornado más intensa. Las formaciones que persiguen el objetivo de la separación de España, como Esquerra Republicana de Catalunya, Candidatura de Unitat Popular (CUP) o el Partido Demócrata Europeo Catalán (PdeCat), han continuado desafiando al Estado de Derecho y sus instituciones democráticas, precisamente valiéndose de ellas para conseguir sus objetivos de poder.
Luego de la intervención oportuna por parte del gobierno de Rajoy en Cataluña, en la fecha del referéndum, vino la decisión del Tribunal Constitucional de declarar ilegal este mecanismo, por ser abiertamente inconstitucional. Desde ese tiempo hasta hoy, Puigdemont ha insistido en que sigue siendo el presidente catalán en la distancia, y preso en la prisión de Neumünster, en Alemania, mientras que sus cómplices lo reconocen como tal. Pero para decepción de Puigdemont, Oriol Junqueras y los demás, nuevamente se ha hecho sentir el imperio de la ley para impedir la avalancha del golpismo nacionalista: el magistrado Pablo Llarena, del Tribunal Supremo de Justicia, ha acusado de rebelión a trece líderes independentistas, lo que supone una acción directa y sin complejos para defender la legalidad, el orden constitucional y la estabilidad política de Cataluña y de toda España. La ciudadanía, si realmente tiene apego a los valores e instituciones que sustentan la sociedad democrática y abierta, debe aplaudir la medida y evitar los cantos de sirena que abundan hoy en día en todo Occidente y América Latina.
De la misma forma que se representa en los murales la Revolución Cultural de Mao Tse Tung, o el paraíso de la Alemania nacionalsocialista de Hitler, con el pueblo exultante y mirando al infinito, el nacionalismo catalán ha fabricado una realidad según la cual Cataluña es otro país, una experiencia mística, un destino histórico que debe hacer frente a la opresión del yugo español. En este sentido, desaparece la mitad de los catalanes que se sienten parte de España y los españoles de otras comunidades autónomas que habitan la región. De hecho, quienes no respaldan el delirio nacionalista son considerados malos catalanes o traidores, como señaló a los vascos no nacionalistas Juan José Ibarretxe, el expresidente (o ex lehendakari) de la comunidad del País Vasco (o Euskal Herria) de 1999 a 2009. Y es así como se impuso el llamado “apartheid lingüístico” en los colegios públicos de Cataluña, que consistió en la marginación inicial, y después, en la prohibición de la enseñanza del Español, aún cuando miles de familias interpusieron acciones ante la justicia, exigiendo respeto para los derechos de sus hijos. O también, la obligación para comerciantes y empresarios de rotular los productos exclusivamente en Catalán, en una clara violación de la ley y de las libertades civiles de los catalanes.
Pero con todas estas acciones de carácter totalitario, ni el gobierno de Rajoy ni los partidos políticos que deberían defender la unidad de España y los derechos de todos los catalanes, han actuado con seriedad y afirmación para frenar la deriva nacionalista. Solo el valor y el apego a la justicia por parte del juez Llarena, permitieron que esta vez se gane una batalla en la larga guerra por contener al separatismo catalán.