Serie: Libros Olvidados.
Estoy solo, no hay nadie en el espejo
Jorge Luis Borges.
Por el año 2007, tuve la oportunidad de viajar a la república de Argentina y conocer (a vuelo de pájaro) la capital, Buenos Aires y por ocho días la ciudad de San Juan. Mi visita obedeció al segundo congreso extraordinario de Filosofía, donde tuve la oportunidad de exponer mis ideas sobre algunos tópicos puntuales.
La ciudad de San Juan tiene espacios enternecedores, donde el turista termina enamorado; es uno de esos lugares que ayudan a procrastinar y más en invierno cuando el lugar parece sacado de un cuadro hecho por el pintor más afamado.
Durante mi estancia tuve la oportunidad de conocer a Pablo Aníbal Casttel, un filósofo argentino, quien provenía de la provincia de San Luis y con quién, y por cosas del destino, compartimos la mesa en donde presentamos nuestras ponencias. En el receso conversamos sobre muchas ideas y nociones que ambos teníamos del mundo, de la misma vida, del honor, del amor, de la muerte; él un agraciado filósofo y yo un circunspecto letrado (o iletrado) dejamos pasar el tiempo, perdidos en las ideas. Volvimos a nuestras ponencias y luego de terminadas, fuimos a parar a un bar llamado Antares (Av. Libertador Gral. San Martin 3369) donde se nos fue el resto de la tarde y parte de la noche. Pablo Aníbal me obsequió un pequeño libro de su autoría titulado: “Introspección”; un libro exploratorio donde él ahonda en la naturaleza humana, a través de varios cuentos cortos. Con el libro bajo el brazo, y dedicado en su tapa, volví a Colombia; pude volver a Pablo Aníbal tiempo después y aún conservo su amistad. Ya se volvió una costumbre el dialogar con él cada fin de semana por algún chat… Aunque no debería ser así.
Con la autorización del autor, publico un fragmento de su obra, la cual puede el lector conseguir por intermedio mío.
La Historia de las virtudes de Camilo Kalieren
Virtud Primera.
El olvido de sí
Camilo Kalieren había asesinado a un ser humano por esas cosas de la propia naturaleza humana, lo hizo asistido por el miedo; miedo de morir por cuenta de otro y sin ninguna razón. Cargaba con un cuchillo su cinto y se abalanzó sobre quien lo hacía sentirse amenazado, un ser inerte que tenía al frente. Atacando por la espada llevó el cuchillo hasta las carnes de ese ser, y lo entró tantas veces y tantas veces que olvidó cuántas veces lo había entrado.
Ese ser, el abatido, terminó bañado en su propia sangre. Camilo Kalieren fue presa de los nervios, la furia con que había atacado desapareció y se sintió acongojado, nervioso y por un momento pusilánime; caminaba de un lado a otro sin saber qué hacer, de la ventana a la puerta, de la puerta al cuadro y así… Y ese cuerpo se veía igual desde todas las partes, no variaba, ni se inmutaba. Mientras el mundo allá afuera seguía andando, con sus avatares y ascetismo fingido, ese cuerpo seguía ahí sin moverse, sin dar signos de nada, boca abajo. A cada instante nervios se apoderaban aún más de Camilo y deseaba gritar, decir a los cuatro vientos y al vacío: ¡Fui yo, fui yo! En su interior no reposaba el instinto del homicida consumado, empezaba aflorar la culpa, empezaba aflorar algo de remordimiento y aparecieron las ganas de trasbocar, las arcadas, el sudor frío y el desaliento.
Sumido en los dolores del cuerpo y en las diatribas que la mente le entregaba (delirante y esquizofrénico) quería corroborar que el muerto estuviese muerto, sin embargo –y de forma remota- (apegándose al consuelo del asesino novato) conservaba la esperanza remoto de que al menos, el que estaba allí tirado, aún tuviera un hálito de vida y así poder pedir auxilio y zafarse de ese peso que significaba terminar con una vida. No era lo mismo que la vida se fuera por si sola que haberla obligado a irse; la vida se iba por si sola cuando creía que el lugar en el que habitaba se había vuelto aburrido, pero cuando se desalojaba era frustrarla, negarle la parte que le correspondía y dejar, para la duda, como hubiese sido.
Sumido en el desespero decide voltear el cuerpo que permanecía de espaldas, no pudo aguantar el espanto cuando al verlo se dio cuenta que era él.
Virtud Segunda.
El amar para nada.
Camilo Kalieren un día se enamoró de una mujer. Comenzó a verla en las formas y de las maneras en las que él creía, la idealizó y la volvió objeto de su adoración, la elevó a los altares y oraba para ella cada noche sobre su cuerpo desnudo cada vez que tenían sexo. No concebía la vida sin su presencia, sin sus gestos y sin sus estupideces. Más la mujer que elevó a los altares, la que volvió sangre en sus venas, jugó las cartas bajo su manga y derrotó la voluntad y el ánimo del propio Camilo traicionándolo; como una cualquiera reclamó el pozo y huyó, envuelta en la capa,-cual maleante- y estando huyendo terminó como terminan las maleantes, las que traicionan, terminó atropellada en una calle cualquiera del gran Buenos Aires. Algunos dijeron que fue un vehículo, un vehículo fantasma, el que la atropelló mientras cruzaba la calle envuelta en la capa y contando su botín.
Para el mundo fue un fantasma, pero para quien conducía él no era un desconocido, él se conocía muy bien… él sabía que era la misma sombra de Camilo.
Virtud Tercera.
Y ese en el espejo…
Cierto día Camilo Kalieren destapó el espejo que cubría una sábana ya desvencijada. Era un espejo de base con marco de madera, en la parte de arriba tenía tallada unas letras: Non sum solus, et non est in speculo resplendent, decía. Se arrimó al espejo, al verse en él la intriga apareció, ¿Era ese Camilo? Se acercó más y más y estando a medio centímetro del espejo (o al menos él creía que esa era la distancia), el otro Camilo – el del espejo-, le lanzó un beso. El de afuera del espejo, ese Camilo, salió corriendo, salió despavorido. Y el del espejo, el que estaba adentro, quedó allí esperando a que volviera.
Pasaron los años y el del espejo aún esperaba que volviera el que estaba afuera; cuando Camilo volvió, estaba arrugado, viejo, esperando la partida de la vida y el del espejo aun así volvió a lanzarle un beso; beso que esta vez, Camilo, retornó.