El 3 de febrero de 2018, el diario El Espectador hace eco de una sensible carta que un profesor anónimo redacta como respuesta a la agresión producida entre algunas estudiantes del INEM (Institución Educativa José Félix de Restrepo); pero, en particular, para reclamar el cese del tribunal social levantado en contra de la Institución y sus maestros. El mensaje es conmovedor, a juicio del redactor de El espectador. No estoy convencido de que lo sea, pero sí entiendo que el esfuerzo del mensaje se dirige a desplazar la mirada sobre la Institución hacia otro lado. El profesor verifica algunas cosas que Michel Foucault nos enseña: ‘la mirada que ve es la mirada que domina’ y ‘toda visibilidad es una trampa’. En un momento histórico en el que se desea ser visible a cualquier precio o por cualquier cosa, un profesor capta lo incómodo de la visibilidad y las oportunidades que toda visibilidad ofrece para normalizar lo que otrora podría escapar de la mirada dominante. El mismo profesor, en el gesto que oculta su nombre, verifica el argumento de Foucault.
En algunas de sus partes de la carta se refiere lo siguiente: “No es el INEM el espacio promotor de la violencia, allí no enseñaron a utilizar el cuchillo, ningún profesor mostró en clases cómo torturar públicamente a otra persona cortando su cabello y golpeando para que las demás sepan y entiendan quién manda (…) El colegio es un modelo en el país, es un lugar que enseña el valor de la diversidad, allí estudian jóvenes de todos los rincones de Medellín (…) no fue el colegio, allí no se aloja la causa, éste es un lugar de convergencias; más bien se trata de una amarga coincidencia, de esas que no se explican, de esas con las que crecimos en Medellín (…) En Medellín está la causa, está en nuestra dolorosa historia, también está en lo más profundo de las raíces del conflicto armado de Colombia. La niña que apuñaló a su compañera también es víctima”.
El profesor realiza dos movimientos tácticos en su carta: se asegura de insertar la causa en Medellín y presenta a Alejandra como una ‘niña-víctima’. Él puede deducirlo sin dificultad: si se habla de violencia, no es muy complicado imputar la causa a Medellín. Cierto o falso, es un lugar comúnmente aceptado el repetir sin reparos críticos que ‘Medellín es una ciudad violenta’. Con este movimiento el profesor no solo satisface a violentólogos, sociólogos, trabajadores sociales, abogados, defensores de Derechos Humanos y un sinnúmero de expertos en violencia, sino también a un sector más amplio, informado por los gestores de la opinión pública. El segundo movimiento es todavía más interesante. Después de liberar a la Institución del deber de dar cuenta por los actos de los estudiantes, libera a los estudiantes de la responsabilidad por sus propios actos. Recuérdese, la agresora es niña y es víctima. El mismo lenguaje utilizado, el tono dulzón, el limitar el uso del nombre propio de la persona que agrede, el abstenerse de nombrarla como estudiante, el identificarla con la etapa evolutiva más tierna (la infancia) y el declararla una víctima más, al final sirve para decirnos que el problema es Medellín y que lo ocurrido entre las estudiantes del INEM es un ‘juego entre niñas’ (no entre sujetos que, a pesar de la edad y de su situación histórica, tienen que asumir la responsabilidad moral por el daño infligido a otro ser humano).
En síntesis, de manera sensible, el profesor encuentra cómo liberar al INEM y, de soslayo, a Alejandra de la mirada social, por lo menos parcialmente. Si no lo consigue del todo, sí logra diferir entre todos nosotros la mala conciencia por lo que somos como sociedad. En algo lleva razón. Sin embargo, es importante descubrir un tendencioso recurso utilizado por los maestros. Este recurso versa en la activación permanente de la exculpación. Toda vez que niños, niñas, adolescentes y jóvenes desafían los mandatos sociales, los mínimos necesarios para la vida común o, incluso, cuando desafían la obligación de aprender o de legitimar al profesor en su función social, los maestros responden señalando hacia otro lado: ‘la familia es la primera escuela’, ‘los padres nos delegan la responsabilidad’, ‘el Estado es indiferente’, ‘Medellín es una ciudad violenta’.
En una situación hipotética, aunque no ajena a la realidad, frente a la constatación de que algunos de sus estudiantes ejercen el sicariato, es posible imaginar a los maestros vociferando que jamás enseñaron cosas así, que nunca incitaron a la vida fácil o que en ningún caso los estudiantes recibieron mal ejemplo de su parte. En otras palabras, lo que se nos dice es que ni las Instituciones educativas ni los maestros deben dar cuenta. O, al menos, esa parece la actitud creciente, negadora o cínica entre muchos maestros. No diré que todos los maestros quedan expuestos en lo que acabo de afirmar, porque los hay que se comprometen radicalmente con la promesa de la educación, esto es, con la promesa todavía no realizada de pacificar la vida social a través de la educación.
Vayamos a una situación hipotética más. Uno de los estudiantes del INEM, por su trabajo, esfuerzo y dedicación, recibe un Premio Nobel. Es posible imaginar a los maestros reclamando que siempre enseñaron que optará por ir hacia adelante, que cada vez que podían resaltaban el valor del esfuerzo y que, en todo caso, el (buen) ejemplo fue determinante. Una manera de informar que tanto la Institución como los maestros tienen parte en el Premio Nobel. Reducido a su expresión más cursi, alguno dirá “nosotros sembramos la semilla”. Le darán una placa y su nombre se presentará como estudiante distinguido. Los nombres de los sicarios, y el de Alejandra, serán borrados, de ser posible.
Aquí no se trata de levantar o de continuar un tribunal en contra del INEM ni de sus maestros. No es deseable puesto que, en general, todo tribunal se orquesta por órdenes políticos, sociales y culturales corrompidos; pero, además, porque la palabra resuena con la terrible institución religiosa que, a fuego, hizo ceniza de judíos y homosexuales. Ahora bien, sí se trata de señalar que exculpar conduce a la imposibilidad de una verdadera crítica: la crítica de nosotros mismos. Judith Butler afirma que no hay ningún grupo humano bueno o malo por definición. Por lo tanto, todo ser humano tiene que estar atento ante la posibilidad que tiene de dañar a otros. En el caso aquí discutido resulta inaceptable la exculpación. Esta no contribuye a hacer justicia al terror experimentado por una estudiante mientras es apuñaleada, ni a la humillación pública de la que es objeto Alejandra y sus padres en la actualidad. Tampoco permite comprender qué pasó. El INEM no es inocente y sus maestros tampoco. Intentar sustraerse de dar cuenta de lo sucedido resulta inmoral. Resistirse a reflexionar cómo es que una Institución está relacionada con el daño que causan sus estudiantes, por deducción lógica, conduce a negar que dicha Institución tenga parte en los logros y el bien hacer de las personas que dice formar.
El caso que implica a las estudiantes del INEM no solo apunta hacia Medellín (en abstracto), como indica el profesor anónimo, ciertamente involucra al Estado y a los padres, pero también apunta hacia la Institución y sus maestros, no porque ellos sean causantes de las acciones, sino porque ningún sujeto moral puede resistirse a responder por aquello en lo que está vinculado. Alejandra es hija de sus padres y ciudadana colombiana; pero, asimismo, es parte constitutiva de la comunidad educativa del INEM. La Institución también debe responder. A no ser por un recurso sensible que desplace el argumento racional, no veo cómo la Institución y sus maestros puedan ser liberados de dar cuenta por lo ocurrido.