En una de las solapas del último libro de Juan Gabriel Vásquez — Viajes con un mapa en blanco — hay comentarios rimbombantes que producen desconcierto y un poco de gracia: “Uno de los escritores más grandes del mundo”, profesa Andrea Bajani (diario La Repubblica); “Un escritor superdotado”, apunta Therry Clermont (diario Le Figaro).
El propósito es venderlo y está claro. ¿Pero no debería Alfagura, una casa editorial de semejante relevancia e impacto en el mundo hispano, ser cautelosa al elegir las atribuciones de sus escritores? Incluso Vásquez, como escritor inteligente, debería interceder por la prudencia de los comentarios sobre sí mismo. Este reclamo de responsabilidad y respeto hacia los lectores es hoy un acto ingenuo, pero si no lo hacemos, el pensamiento crítico permanecerá subordinado a las lógicas del mercado.
Profesar que un autor contemporáneo es uno de los más grandes del mundo riñe con una tradición milenaria de escritura, y conjetura, desde ya, que este vencerá en la batalla contra el tiempo y llegará a vivir con Homero en “la secreta Ciudad de los Inmortales”. Sugiere, además, que está a la altura de aquellos que lograron, más allá de la fama, las ventas y la fanfarronería editorial, trascender y dominar con maestría el arte del lenguaje con estilo, lucidez e inteligencia, y que incluso después de más de cien años de haber escrito se siguen leyendo, reeditando y cuya obra aún conversa con nosotros a pesar de las barreras de la lengua, el tiempo y el territorio.
Vásquez, por más libros que haya publicado, aún debe esforzarse para dominar el arte de la palabra escrita. Por ejemplo — a mi modo de ver — , debe empeñarse más en la construcción de sus metáforas, símiles, analogías y demás figuras literarias: ¿cómo así que algo es “sencillo como un pan recién horneado” (Los amantes de todos los santos)? La tradición de los estudios literarios y del lenguaje nos enseña que la transformación a la que el escritor somete la lengua usual tiene un límite: la oscuridad, en este caso con relación al sentido. O, ¿qué quiso decir el escritor?
Heidegger dijo alguna vez que la poesía inventa de nuevo las palabras, a diferencia de la charlatanería vulgar, que las destruye. Tal atentado ocurre cuando el escritor, al pretender potenciar el sentido de una frase, elige palabras, sonidos o imágenes inadecuadas cuyo efecto resultante es ineficaz o perturbador. Creo que esto sucede en algunos cuentos del libro Los amantes de todos los santos, por ejemplo al comparar la incomodidad de decir o pensar algo con escupir una “canica atragantada” (Lugares para esconderse), o en la frase “Hemos hablado a gritos, como se habla la gente para que el rugido del metro no se lleve las palabras” (El café de la République). Explica el poeta y filólogo portugués Vítor Manuel de Aguiar e Silva que en el lenguaje literario las palabras no valen solo por sus significados, sino también, y en gran medida, por sus significantes, pues la contextura sonora de los vocablos y de las frases son elementos importantes del arte literario. Y más allá de que la frase “que el rugido del metro no se lleve las palabras ” no me suene bien a mí — lo cual es una percepción subjetiva — es claro que en esa frase, tal como está escrita, es pobre la relación de significado entre “rugir”, “metro” y “llevar palabras”, lo cual entorpece el propósito de la metáfora: desbordar o potenciar el sentido. El resultado es una imagen que se confunde entre un rugido que se lleva las palabras con un metro que ruge para llevar algo. Es decir: el sentido de lo dicho es oscuro y nuestra reacción más primaria es pensar que no es una frase bella.
Por otro lado, ¿no es estruendosa la imagen que usa Vásquez en Las ficciones que persigo, cuando dice que el tema de En busca del tiempo perdido es “una corriente subterránea que atraviesa toda la novela y que solo al final, como una ballena que busca oxígeno, rompe la superficie: la construcción de un novelista”? Es curiosa la suerte del escritor, diría Borges: “al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad”.
Pero el problema de nuestro escritor no reside en sus torpezas en el uso del lenguaje, pues esto hace parte de todo proceso de escritura; más bien, reside en la falsa e injusta acusación que se le hace de ser uno de los escritores más grandes del mundo, con su aval y a despecho de sus torpezas.
Vásquez es uno de los próceres de la literatura colombiana que ha sido celebrado, premiado, traducido y adulado, quizá más de lo que promete su obra literaria. Es un escritor de oficio, bueno e inteligente, que ha llevado nuestra literatura regional a otros idiomas y a otras partes del globo. Bien, se lo agradecemos, pero a diferencia de lo que sugiere la solapa vendedora de su último libro, Juan Gabriel no es un escritor superdotado y dista de ser uno de los más grandes del mundo.
Y al igual que todos los contemporáneos, debería procurar que el eco de su obra resonara tanto como el nombre vendedor de su figura popular.
Apéndice: “Los fundadores de la tradición literaria latinoamericana son los del boom”
En una conferencia en la que fue el invitado especial, Juan Gabriel Vásquez soltó una afirmación categórica que amerita discusión:
“Es posible decir, sin exagerar, que los fundadores de la tradición literaria latinoamericana son los del boom. Antes de ellos hay islotes, pero no hay una tradición propiamente” (Ver minuto 59:30 del video enlazado)
¿Antes de los escritores del boom no hay algo semejante a una tradición literaria latinoamericana? La conferencia Los límites de la novela, impartida por Hernando Téllez en 1953, sugiere lo contrario. Allí señala que “los grandes novelistas latinoamericanos superaron la etapa de la imitación a partir del instante en el cual hicieron el mejor de todos sus descubrimientos: el descubrimiento de América (…) Es en ese momento cuando se marca el comienzo de una tradición de la novela latinoamericana”. Entre los descubridores de América a través de la literatura, el ensayista colombiano se refiere, entre otros novelistas, a Tomás Carrasquilla (Colombia), José Eustasio Rivera (Colombia), Ricardo Güiraldes (Argentina), Mariano Latorre (Chile), Rómulo Gallegos (Venezuela) y Miguel Ángel Asturias (Guatemala).
La afirmación de Juan Gabriel es refutable y puede detonar una conversación interesante. ¿Qué dicen los lectores?