El término Aristocracia fue utilizado por Platón en La República, para designar el gobierno de los mejores: aquellos que pudiesen gobernar demostrando su idoneidad, ética, su sabiduría y su capacidad intelectual.
El uso original del término ha perdido validez, tanto en la teoría como en la práctica. En la teoría, porque el término se ha utilizado peyorativamente en el argot político para designar a las élites de todo tipo: grupúsculos de interés, cofradías, comités y juntas directivas. Independiente de que sean o no buenas élites o “buenos muchachos”, lo importante es que sean funcionales a los fines propuestos y los fines propuestos pueden no ser siempre altruistas pero siempre serán fines políticos.
En la práctica, porque en las democracias occidentales y especialmente en los sistemas presidencialistas el pueblo no vota por el mejor, (al menos en los parámetros de la antigua Grecia) sino por aquel que genera más simpatía. O simplemente por quien en franca lid, le compra el voto.
Polibio argumentaba que: “La monarquía degenera en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en violencia y anarquía.” En nuestros países tropicales, repúblicas bananeras, la aristocracia disfrazada de democracia degenera directamente en tiranía. El estado se encarga de la violencia focalizada y la anarquía es el silencio forzado. El gobierno de los mejores jamás existió porque nadie idóneo ha ocupado el cargo. En su lugar se ha instaurado una Kakistocracia. El término que fue acuñado por el profesor italiano de filosofía Michelangelo Bovero y que significa literalmente el gobierno de los peores.
La contienda electoral que se aproxima en Colombia no es la excepción. Es una radiografía histórica de una nación en construcción; es la síntesis de años de colonización, explotación, globalización y desigualdad. Es la cloaca donde más de dos mil quinientos roedores aspiran a ocupar una curul en “representación” de un pueblo asqueado por la mortecina de la corrupción.
Infestada de personajes siniestros que no tienen hoja de vida sino prontuario, las campañas electorales intentan vender la imagen de caudillos, caciques y capos camuflados como benefactores, hermanas de la caridad, gurús espirituales y mesías.
Analizando las investigaciones y señalamientos en contra de los aspirantes de cada partido, puede verse una variopinta estela de delitos que van desde los partes de transito hasta la violencia intrafamiliar. Pasando por masacres, chuzadas, extorsión, secuestro, concierto para delinquir, cohecho y peculado (por supuesto) hasta el más reciente y publicitado: acceso carnal violento.
No quiero decir que todos sean malos. Pero los buenos, los pocos buenos, se encuentran invisibilizados por la sombra del marketing político oscuro, por la sombra de la duda y por las grandes factorías de mentiras que son los medios de comunicación masiva y los grupos económicos que se nutren de sus difamaciones.
Las noticias falsas, el auge de la posverdad, amenaza con desvirtuar la realidad. Ese ejercicio nocivo crea autómatas que van a las urnas adoctrinados por alguien que les dijo por “quién votar”. Asistimos a un aquí y ahora, donde la identidad nacional es una camiseta de fútbol, nuestros mentores cantan reguetón o vallenato y nuestra conciencia política nos la dictan verdaderos mezquinos que invocan al pueblo cuando en realidad detestan a las masas, aman el dinero y desean bajo cualquier pretexto mantenerse en el poder.
Cuando me refiero a la bajeza del poder lo hago bajo dos principios. El primero porque las prácticas para llegar al poder pueden ser bastante rastreras. El segundo porque una vez se llega al poder las prácticas para mantenerse suelen ser más ruines aún. Algún día una predicadora de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos días con la que charlaba a menudo me dijo una frase del libro de Mormón (que nunca pude constatar) que decía: “Es preferible que un hombre muera a que una nación caiga en la desgracia” lo cual me generó sentimientos encontrados.
Por un lado, este concepto me remitió a la pregunta que hace Santo Tomás de Aquino en el capítulo siete de la Suma teológica sobre si es lícito «matar» al tirano, o es lícito derrocar al tirano. La pregunta puede parecer fácil de resolver. Sin embargo, derrocar al tirano significa en la mayoría de los casos, asesinar al tirano. Su condición de tirano no le permite razonar; su embriaguez de poder y su gigantesco ego no le permitirán ceder o negociar lo ya obtenido. Lo paradójico del asunto es: el tirano quien detenta el poder sí prefiere matar a un hombre, a dos, a cien o a mil, con el pretexto de que una nación no caiga en la desgracia. Solo queda identificar al enemigo. A ese hombre, al cual es necesario eliminar.
En Colombia parece ser más licito eliminar al “enemigo” que debatir con él. Parece ser divertido, reconfortante, plácido. He visto gente que se regocija cuando lee la prensa o escucha noticias y ve que asesinaron líderes campesinos, reclamantes de tierras, defensores de derechos humanos, porque en algún momento fueron señalados por un carismático líder, o por un pastor de iglesia de auxiliadores de la guerrilla. Eso se llama deshumanización. Eso se llama bajeza.
Estamos en una República soberana, constituida en un Estado Unitario, Social y Democrático de Derecho, cooptado por una kakistocracia, un Estado profundo como un iceberg, reptante, que amenaza con hacerse al poder gubernamental y continuar la metástasis de todas las ramas del poder público, en todos los entes centralizados y en todas las dependencias del Estado, como lo han hecho dirigentes y partidos hasta hoy con dineros provenientes de todas las alcantarillas posibles.
Estamos asistiendo al triunfo de la maldad sobre la razón.