Tal vez sea una constante en nuestra historia democrática reciente advertir que el candidato que se impone en las elecciones presidenciales no resulta ser aquél que estructuró unos objetivos claros y certeros en materia de política fiscal, impulso a la industria y al campo, reforma pensional, corrección de los alarmantes índices de informalidad y un largo etcétera, sino aquél que encarna el hastío del electorado frente al gobernante saliente, quien generalmente termina su periodo constitucional con unos bajos índices de popularidad o cuestionado por éste o aquél escándalo.
Así pasó con Pastrana, después de los escándalos que surcaron a Samper; así pasó con Uribe, después de los intentos fallidos de Pastrana por alcanzar un acuerdo de paz con las farc; así pasó con Santos cuando Uribe terminó su segundo período cuestionado por los abusos de poder de la fuerza pública y por la denominada Yidispolítica y, quizá, así ocurra cuando Juan Manuel Santos abandone la Presidencia el próximo año.
De los candidatos que mejor parecieran encarnar el hastío del electorado frente a la clase política es Sergio Fajardo, quien en coalición con Claudia López y Jorge Robledo, intentan –no sin tropiezos- estructurar una propuesta fresca y que sobre todo se desmarque de la desgastada imagen de los partidos tradicionales.
Y quizá no sea descabellado pensar desde ya que las posibilidades de Fajardo son altas teniendo en cuenta que el voto joven (podríamos denominarlo el voto millennial) en los centros urbanos del país está volcado casi en su totalidad a su propuesta y al hecho incontrastable de que la generalidad de la población empieza a mostrar una marcada resistencia a la manera tradicional de hacer política en nuestro medio.
Lo que cabría preguntarse ante ese escenario es la suerte de gobernabilidad que Fajardo tendría si llegara a la presidencia.
En efecto, no es un secreto que –entre nosotros y casi en cualquier país democrático en la actualidad- sin el acompañamiento de una bancada fuerte en el Congreso que impulse los proyectos prioritarios y estratégicos que formule el ejecutivo, las promesas de la campaña presidencial se esfuman y bien pueden considerarse palabras al viento. Si, como bien lo señaló Ramiro Bejarano hace un par de semanas en El Espectador, las listas que inscribieron los partidos tradicionales y las coaliciones que han venido congregando a los caciques electorales en las regiones para las elecciones de Congreso del próximo año, están plagadas de la misma clase dirigente que usa el legislativo como una plataforma para llevar y traer favores, pocas esperanzas quedan de que si el futuro presidente es Fajardo, tenga algún margen de maniobrabilidad frente a un congreso que históricamente ha estado acostumbrado a impulsar los proyectos del ejecutivo no por convicción sino a cambio de favores y burocracia.
El presidente Santos ha demostrado ser bastante hábil en el manejo de esa clase política a través de la bien denominada mermelada –de la cual la coalición de Unidad Nacional, es un estandarte- y si Fajardo fuera consecuente, como todos esperamos que lo sea, tendría desde ya que estructurar una bancada dentro de los inscritos que esté dispuesta a apoyarlo por convicción y no a cambio de favores.
Si Fajardo llegara a la presidencia, sus electores tendrán que encargarse de que no repita la historia de Barack Obama, quien en los dos últimos años de su segundo período se vio maniatado frente a un Congreso cooptado por los republicanos.