Es la Venezuela a la que nos trajeron él y los suyos. Una Venezuela que vive hasta en los corazones de sus familias la guerra civil del honor y la crueldad, de la inocencia y la impiedad. Dios salve y proteja a Venezuela.
Supimos de los luctuosos sucesos del 11 de abril de 2002 montándonos al avión de Iberia que nos traía de vuelta desde Madrid. Creímos que el aprendiz de dictador había sido aventado del poder con merecida justicia, como de Fuenteovejuna, tan clásica y tan española, pero los comentaristas radiales españoles ya hablaban de “golpe de estado”. Una pésima señal que o desconocía o pretendía desconocer la monumental movilización popular que había desatado los acontecimientos. Que al salir de Venezuela ya viéramos en su desbordante fuerza contestataria. Lo del 11 de abril, supusimos entonces, es el resultado de una gigantesca, muy justa y conmovedora insurrección popular. Llegamos a medianoche a Caracas y sitiada como se encontraba la ciudad por los últimos sucesos, debimos pernoctar en un hotel del litoral central. Tardamos más en llegar desde Maiquetía a Caracas que desde Madrid a Maiquetía. Venezuela había comenzado a zambullirse en el torbellino que teminaría por vararlo a las márgenes de esta espantosa crisis humanitaria, con su saldo de sangre y muerte. Ya en Caracas volvimos a encontrarnos con el teniente coronel firmemente asentado en el Poder gracias a la insólita desaveniencia entre las distintas facciones opositoras, la descomunal incompetencia militar y política del intentado nuevo gobierno y el muy inoportuno auxilio de Raúl Isaías Baduel, que amparado en la Constitución sirvió militar y políticamente a los fines y objetivos dictatoriales de quien, de haber desaparecido de la escena, le hubiera ahorrado al país la devastación más cruenta y espantosa de su historia.
Venezuela o los venezolanos no estaban a la altura de sus circunstancias. Y la ingenuidad de la sociedad civil ante la catástrofe que se avecinaba rompía todos los esquemas. La gigantesca insurrección popular de esa sociedad civil – los partidos babeaban agónicos por el desprecio colectivo y la política nazifascista de los nuevos gobernantes – se extravió en los meandros de la estulticia política de viejos y nuevos liderazgos. La vieja izquierda democrática retrocedió espantado ante la posibilidad de ver al país gobernado “por la derecha empresarial y clerical” que parecía estar detrás de los nuevos actores políticos. “Prefiero mil veces a Chávez que a Carmona Estanga”, me dijo tiempo después un viejo periodista muy cercano a Teodoro Petkoff. Y el mismo Luis Michelena reconocería públicamente haber enviado a su hombre de confianza, Ignacio Arcaya, a Washington para pedir se le negara al nuevo gobierno el pan y el agua. Ni siquiera ellos, amigos de los Castro y perfectos conocedores de los afanes tiránicos del marxismo leninismo, hicieron lo debido: salir con urgencia y sin vacilaciones ni agravios timoratos, del monstruo militarista y caudillesco. Un nazi, tan nazi como Fidel Castro. Venezuela había matado al tigre. Su viejo y decadente liderazgo le tuvo miedo al cuero.
Lo traigo al recuerdo por el súbito protagonismo asumido hoy, a quince años de distancia, por el sedicente Defensor del Pueblo. Frente a una elemental medida de proxilaxia política en medio de una crisis histórica crucial y definitoria como la del 11 de abril del 2002, como detener a quien sirviera desde siempre al castrocomunismo vernáculo e hiciera de inagotable defensor de los derechos humanos de guerrilleros, asaltantes bancarios y toda esa fauna de criminales que atentaban contra el Estado de Derecho – me refiero al entonces abogado y poeta, activista del asalto de la barbarie y comprometido hasta la médula de sus huesos con el golpismo cívico militarista que detentaba el poder, vale decir Tarek William Saab – una afamada periodista y escritora amiga de cuyo nombre prefiero olvidarme pusiera el grito en el cielo y exigiera agresiva, pública y notoriamente su inmediata puesta en libertad. Que detener a Tarek William Saab era un intolerable, un aberrante crimen contra los derechos humanos. ¿Atentar contra Tarek William Saab, poeta y amigo, abogado y amigo, chavista y amigo, golpista y amigo, comunista y amigo? Jamás. Cuarenta y ocho horas después y vuelto a la libertad de una prisión de una noche de verano preparaba su venganza. Nadie, ninguna periodista humanitaria, pudo impedírselo. Sólo tú, estupidez, eres eterna.
No puedo negar que las breves, concisas y sobrias palabras de uno de sus hijos, estudiante de derecho de la Universidad Metropolitana y compañero del muchacho asesinado por las hordas que protege, legitima y defiende “el defensor del pueblo”, deslindando campos con su padre y poniéndolo ante el dilema de seguir respaldando un genocidio que está haciendo tierra arrasada de la Venezuela en que naciera y que le permitiera a aquél, su padre, antes del propio nacimiento de su hijo, todas sus acciones legales contra el entonces estado constitucional de derecho, o ponerse del lado del honor, la dignidad y la moral de su Venezuela en lucha, me ha conmovido. Me partiría el corazón ser acusado por cualquiera de mis dos hijos de estar al servicio de una tiranía. Corrupta, terrorista, narcotraficante y asesina. No sé con qué cara lo enfrentaría. No sé en qué rincón me ocultaría para llorar las lágrimas de la amargura ante una conminación de tamaño valor moral. Que me pondría al desnudo como un ser vil y corrompido. Jamás me lo dijeron. Jamás me lo dirán. Moriré del lado de la verdad y la justicia. Y ellos lo saben.
Es la Venezuela a la que nos trajeron él y los suyos. Una Venezuela que vive hasta en los corazones de sus familias, la guerra civil del honor y la crueldad, de la inocencia y la impiedad. Dios salve y proteja a Venezuela.