Un libro viejo, además de palabras, guarda recuerdos de sus antiguos dueños.
Abres un libro viejo y comienzas a oler sus páginas. Es inevitable. Mientras hueles el tiempo contenido en ellas, te imaginas el lugar donde antes fueron leídas con atención: una casa, un salón de clases, un café, un parque, una estación del metro, la sala de espera de un hospital o el asiento de un avión. Piensas también si en ese momento tan íntimo y liberador llovía o hacía sol, si era lunes o viernes, si eran las 10:00 a.m. o las 10:00 p.m.
Con tantos lugares y tantas horas en la cabeza, empiezas a acariciar esas páginas gastadas. Sientes al mundo entre tus dedos y de repente te encuentras con un párrafo resaltado con lápiz o tinta. Luego con un comentario escrito en letra cursiva y la firma de su antiguo propietario en la primera página. Ese nombre tan desconocido para ti se vuelve una aventura, un misterio que quieres resolver.
Piensas en él o en ella. Piensas en aquel momento cuando consiguió el libro que ahora tienes entre las manos. Piensas también en su vida, si era persona adinerada o si apenas tenía lo suficiente para vivir, si tenía familia o unos cuantos amigos que le hicieran compañía, si prefería leer en las mañanas o en las noches, si leyó el libro de un tirón o si se tomó varias semanas para llegar al final.
Te preguntas por lo que pudo sentir después de leer la historia que lo mantuvo en vilo: una absoluta libertad o una felicidad efímera que lo sacó de sus eternas tristezas. Piensas tantas cosas, tantas. Cierras los ojos, sin querer terminaste escribiendo otra historia.
Y entonces, cuando del cielo caen unas cuantas gotas de lluvia, comienzas a leer. Resaltas las frases que llaman tu atención y buscas en el diccionario algunas palabras que no conoces. Mientras lees, una idea invade tu cabeza y te causa algo de susto, pero también fascinación: el libro viejo que hoy lees quizás puede terminar en las manos de otro lector.
Cuando eso suceda, esa persona olerá sus páginas, se encontrará con las frases que resaltaste y con más señales tuyas: una foto, un separador, un tiquete del metro o una boleta de concierto escondida entre tantas palabras. Y entonces ese nuevo lector pensará en ti y terminará escribiendo una nueva historia, una nueva vida.