¿A quién no le pasó en su infancia que la abuela nos regañara por pegarles a los hermanitos para que escogieran el juego que uno quería jugar? Es tan simple como entender que desde niños nos infunden esa idea de tolerancia: siempre intentar entender el punto o interés del otro y no creer que el tuyo es el único válido –aunque puede que sí lo sea-. Incluso, recuerdo que en mi infancia algunos regaños me gané por querer imponer mi voluntad por encima de la de los otros. Y no sólo en el día a día de la vida de cada persona individualmente, sino también como sociedad se nos infunde dicho principio. Tenemos montado todo un sistema de derechos y deberes en el que afirmamos que cada uno tiene su libre expresión, sin que ésta conlleve a una “injuria” o “calumnia” hacia otras personas –y que concebimos tan grave que hasta los tenemos como delito-.
Lastimosamente la historia ha demostrado que Colombia es un país que reprueba este principio, y de una forma abrumadora. De nuestro pasado colonial e independista heredamos esa lucha eterna entre las ganas de querer mantener un orden establecido (curiosamente siempre de derecha) y –muy especialmente- las ganas de querer silenciar a quien va en contra de dicho orden, aquél que nos parece molesto; simplemente para evitar “inconvenientes” de orden mayor. Me refiero especialmente al más reciente caso: el medallista olímpico colombiano Óscar Figueroa, que para mí no debe ser reconocido por obtener la gloria plasmada en una medalla de oro; sino por entrenar duro día tras día, año tras año, para repetir una vez más lo que tanto había entrenado para un campeonato mundial. Luego del llanto de alegría y de la entonación del himno, tuvo la oportunidad de ser entrevistado rápidamente por un equipo de un canal local (adivinen cuál es). Tomó la oportunidad de entrevista para solicitar al Estado colombiano mayor apoyo al deportista local e inmediatamente -tal vez recordando el reciente episodio del ciclista Anacona que criticó al gobierno nacional directamente por falta de apoyo al deporte- se cortó la señal y apareció una de esas propagandas de siempre, acomodada como se pudo. Rápidamente se hizo notar en las redes sociales el descontento de la opinión pública.
Aunque sea un caso pequeño –afortunadamente-, no sobra hablar sobre estos temas. En temas deportivos los apoyos locales han sido intermitentes: a veces son muy buenos y son centro de atención y a veces no. Por ejemplo, si bien instituciones como el Inem prestan un buen apoyo a las personas que quieran acceder a él, los presupuestos para el financiamiento de estas entidades han decrecido con el paso del tiempo (además de tener ciertos problemas en términos contractuales). Y no sólo eso: ¿creen que Figueroa es el único que ha utilizado este tipo de espacios para solicitar dicho apoyo? En realidad han sido bastantes los que cada vez que pueden aprovechan para decirle siempre lo mismo al Estado: el marchista Fredy Hernández, el nadador Omar Pinzón, la medallista y campeona Catherine Ibargüen, el ciclista Winner Anacona, y el ahora campeón mundial de pesas Óscar Figueroa, entre otros. ¿Coincidencia?
Preocupa bastante, porque indica que todavía somos muy godos y propensos a querer silenciar a los demás. Y vale la pena recordar que en Colombia nosotros siempre hemos preferido silenciar con el dedo o con las balas que debatir. Vale la pena recordar que al líder liberal que se impuso como representante de un gran cambio social fue silenciado con una bala que terminó desencadenando el Bogotazo, aquél 9 de Abril del 48. Vale la pena recordar que luego de que ciertas agrupaciones campesinas a mediados del siglo XX denunciaran la voluntad de las élites de querer acumular riquezas de manera ilegal fueran bombardeadas en aquéllos llanos. Vale la pena recordar que a nuestro premio nobel de literatura lo amenazó constantemente el gobierno por sus ideas de izquierda –de nuevo, lo molesto-, viéndose obligado a abandonar el país y perder la esperanza en su tolerancia. Vale la pena recordar que a aquél médico enfocado en lo social (que ahora tiene su nombre inmortalizado en la Facultad de Salud Pública de la U. de Antioquia), siendo uno de los mayores defensores de derechos humanos del país; fue asesinado por sicarios de Medellín. Vale la pena recordar que al grupo de izquierda política más influyente en su época (la Unión Patriótica), se le hizo una persecución ideológica hasta la caza y exterminio de sus miembros como si fuesen trofeos u objetivos militares. Vale la pena recordar, además, que a un cómico satírico de la política nacional lo asesinaron grupos paramilitares con apoyo de grupos oficiales por molestar con sus ideas. Vale la pena recordar que a otro candidato presidencial por el partido liberal lo mataron por allá en los ochentas. Y muchos otros casos más.
A mí no me gusta pensar que estamos predestinados a eso, pero a veces la duda me martilla la cabeza. Muchas sociedades han progresado con el debate y la palabra, y no con el silencio y la bala. Realmente considero que hace falta cambiar estructuralmente todo el pensar de la sociedad colombiana: dejar de concebir al otro como el enemigo o al menos como la molestia y comenzar a entender sus puntos de vista. Sus argumentos. Todo esto porque al fin y al cabo nuestra historia y nuestras actuaciones demuestran lo que somos: como decía el profe “cuando se acaban los argumentos; empiezan los insultos, los silencios y las balas”.