Primero que todo en la cara del fanático se estampa una ecuación peligrosa: no cree en nadie sino en sus creencias, en sus puntos de vista, sesgados casi siempre, en lo que lo hace inclinar, o, de otro modo, prosternar. Lo que piensa y lo que cree es la verdad, la suya, la única. No hay más posibilidades. Ve solo lo que desea ver, no hay nada más allá de él y sus gustos, sus adicciones, sus realidades, que él limita hasta dónde puede avizorarlas. No tiene horizontes, los niega. Los reduce a su modo de observación unilateral: “para qué quiero ver más allá de mis narices”, parece decir. O “por qué tengo que compartir lo que los otros piensan”.
No atiende a la razón, de la que reniega. Y dice, sin sonrojarse, que los razonamientos son para perder el tiempo. Lo que es, es. Y no hay más allá. Ni más acá. Él —su credo— es la medida de todas las cosas. O, por lo menos, no hay por qué estar buscando otras salidas, otras puertas, si las que él tiene son suficientes, por ahí se camina al cielo, se va a la gloria, se aleja del averno. Y, así se lo han transmitido otros fanáticos: quien no está conmigo, está contra mí. Y no cabe en mis quereres, en mis rediles. Es un peligro para mi estabilidad emocional y para las otras estabilidades, el que me contradice. O quien, para hacerme ver como un apóstol de la nada, se burla de mis dogmas y mandamientos. Así piensa. Convencido. Irrebatible.
Se especula en centros no especializados, que de niño el fanático se quedó en la etapa oral, porque no pudo desprenderse de la teta de mamá, y ella, la teta y la madre, lo domesticaron, le propinaron una idea de que era único, el mejor, el infalible, que vos, mi niño no cometés errores; después, en la escuela, la prolongación de la imagen inequívoca de mamá, la halló en la maestra, que además, sufrió las agresiones verbales del hijo de la verdad, sin pecado original, sin mancha. Que en su concepción se mezclaron modelos marianos, oraciones, órdenes militares, toda una parafernalia de infierno tan temido que no hubo más maneras de ver el mundo: solo con una visión, única, sin admisiones de otras posibilidades.
El fanático, desnaturalizando aquello de que soy el camino, la verdad y la vida, o tomándolo como una indubitable proposición, asume que fuera de él, de su círculo, de los que él sigue y de los que lo siguen a él, no hay salvación posible, no tanto en el sentido de que haya otra vida, sino de que en este mundo no es posible estar si no es con las divisas suyas, con los trazados y las líneas que apuntan solo a una visión única del mundo, que es extenso y ajeno, o de todos y de nadie, pero que solo es visto por el unanimista como una propiedad privada.
Tiene un aire de suficiencia, único en su especie, que le hace, aunque no lo quiera, ver a los demás como inferiores si no están en su círculo, si no son parte de su credo de majestad, de querer imponer sus condiciones y apreciaciones del mundo. Los otros, en el sentido de que son un complemento, o una contradicción, o una parte de la divergencia, sería mejor que no existieran. Así lo cree. Y, en muchas medidas, intenta que lo que lo controvierta, lo cuestione, o discrepe de su posición, no sea duradero, que pudiera estar en lo invisible, en un lugar donde no tengan posibilidades de interpretar ni criticar ni apreciar el universo con otros colores distintos a los que él quiere. Su paleta es la que hay que usar para pintarlo todo.
Anda con caminado de pavo real, unas veces. O, en otras, con pecho alzado y pasos de ganso. Según cree, no cabe en el mundo, necesita más espacios, más ámbitos para el ejercicio de lo uniforme. Lo heterogéneo le fastidia. Y ni hablar de lo heterodoxo. Lo asquea.
La opinión suya es la única válida. Las demás, no caben. Lo mejor sería que los demás las arrojaran al basurero del olvido y se plegaran a lo que él plantea. Así se evitaría muchas rabias, que los otros —los que están contra mí, insiste en su interior— no son sino provocadores y gente sin decencia. Enajenados. Infieles. Peligrosos. Solo él y sus adláteres son los necesarios.
Es proclive a las rabietas, pataleos, babeos y depresiones. Le puede dar un patatús cuando sabe que su manera de ver las cosas está montada en la cuerda floja por los críticos, a los que él califica como seres en permanente extravío. No resiste que alguno le muestre (y demuestre) lo equivocado que está y entonces puede entrar en un estado de ira e intenso dolor. O quedarse en silencio durante un tiempo que le puede parecer una larga temporada en el infierno.
Él y sus correligionarios se ven entre sí como los originales salvadores del mundo y sus procesos de decadencia. Califican como decadente la posibilidad del progreso mental y material de los otros y el despertar de los que han estado sometidos por los que creen tener la verdad revelada. Nada fluye, y los demás son malos y sucios y degenerados. Así es y será. El fanático no da el brazo a torcer. Y ¡ay del que se lo tuerza!