Entre el primero de enero y el 12 de septiembre de 2025, treinta y tres firmantes de paz han sido asesinados en Colombia; a siete de ellos los mataron en Antioquia, un departamento que en 2023 tuvo un homicidio contra un desmovilizado, según Indepaz. Hace dos años esta región hablaba de vida, hoy su agenda es de seguridad.
Desde el 12 de noviembre de 2016, cuando el Estado y las Farc suscribieron el Acuerdo Final, cuatrocientos ochenta y dos firmantes de paz han sido asesinados, de acuerdo con el registro de la misma ONG. ¿Cuántos de ellos eran alguno de los 18.677 menores de edad reclutados por las Farc entre 1996 y 2016, de acuerdo con los datos emitidos por la JEP?
A estos hombres y mujeres que estaban cumpliendo con su compromiso ciudadano de sumarse a forjar un país de esperanza les han quitado sus vidas en regiones donde poderosas organizaciones criminales se disputan las rentas de oro ilegal, extorsión y coca. Sí, esas regiones de Putumayo, Caquetá, Norte de Santander, Arauca, y ahora Antioquia, a las que el Estado apenas si llegó o donde se dejó arrinconar.
Si la ONG Indepaz no hiciera un juicioso registro de cada firmante asesinado, su identidad, el lugar de su homicidio, su actividad en la reincorporación, no sabríamos de esas pérdidas, que lo son del compromiso de las bases de las Farc por emprender una nueva vida, por honrar su palabra, resistiendo de manera heroica a su desprotección, las amenazas de quienes quieren volver a llevarlos a la guerra, la precariedad en que viven.
Colombia tiene misiones de seguimiento, oficinas de reincorporación, de paz y una Fiscalía que probablemente es menos poderosa o sabia de lo que creemos y más politizada de lo que necesitamos. El país también adolece de falta de información o datos sobre las investigaciones judiciales y las condenas, así sea en calidad de ausentes, de los criminales que están matando la esperanza de quienes dejaron las armas y de sus familias, que están arrasando con los sueños de tantos colombianos del país olvidado que ansiaron vivir sin amenazas directas, sin despojo de sus tierras, sin riesgos. Fue lo que les prometieron.
Es tan sola la soledad de estos firmantes amenazados que ni sus antiguos comandantes, que hoy deberían ser sus líderes, alzan sus voces para exigir la protección que les falta, para denunciar a los asesinos. Los huidizos responsables de crímenes de guerra y lesa humanidad lo son también de firmar el acuerdo de paz y de los deberes que este les impuso con las víctimas, a las que no les han cumplido, y con los hombres y mujeres que llevaron a la confrontación contra su sociedad y a los que les prometieron una nueva vida, una vida en paz, con esperanza y oportunidades.
Los firmantes viven silencio, soledad, abandono. El Estado lo ha olvidado y los dejó a merced de las organizaciones criminales. Omitió proteger sus vidas, como era su compromiso y obligación. Decidió ningunearlos. Les recalcó que nunca perdieron el lugar que intentaron dejar atrás, el de nadies para el poder.
Iván Duque los dejó a su suerte, pues fue incapaz de entender el significado de ese Acuerdo que su partido combatió y no venció. Pero eso tal vez fue un daño esperado. Gustavo Petro, otro desmovilizado, los entregó a las fauces de los tenebrosos grupos rentistas del crimen que se agazaparon en la mesa de conversaciones mientras avanzaban en la toma de regiones cocaleras y con minerales preciosos, toda una traición.
Para los firmantes de paz, hombres y mujeres en reincorporación que resisten aferrados a las pocas esperanzas que sobreviven al sueño de la reconciliación, todavía no ha habido garantías de no repetición, tampoco paz estable y duradera. Era el deber de todos ofrecerlas y exigirlas. Su abandono no se puede atribuir al Acuerdo Final.
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