Blattodea

Y, eso es lo malo de tener un sueño pesado…
La cabeza la tenía hecha un nudo esa mañana. Es la jaqueca, solo es jaqueca, pensé mientras me levantaba y caminaba hasta el baño. Alcé la tapa, intenté orinar adentro, pero fue caso fallido. No debí tomar tanto, ¡mírate, estás horrible! Me miré en el espejo mientras me rascaba la parte trasera de mi oreja que ya estaba de un color rojizo; es solo una picazón, nada de qué preocuparse, nada de qué preocuparse. Me hice algo de comer, algo rápido: un par de huevos, café y tostadas.
Sentía que algo pateaba mi cabeza constantemente, nunca en mi vida había sentido un dolor tan extraño, no era como algo que se pudiera quitar de la noche a la mañana sino algo que me estuviera caminando, trepando y corriendo por dentro. Pero en el momento solo lo ignoré, podrían ser las consecuencias de la noche anterior, puede ser que entre tantas bebidas, hubiera adulterada, de contrabando o de la que soy extremadamente sensible; uno nunca sabe, cosa ocurrente ya que solo tomo o mi roncito o mi aguardiente sin azúcar.
Era lunes. Sí, otra vez lunes, pero este era diferente, era festivo; cero trabajo, cero universidad. Fui a la farmacia más cercana, pedí algo para el dolor de cabeza; me dieron lo que pudieron, no pude explicar que era lo que sentía, a veces el dolor se quedaba quieto, a veces se movía hasta sentirlo casi en mi oreja, a veces sentía que se desplazaba y la mayoría de las veces que se revolcaba, como si tuviera un taladro girando y girando. Al llegar de nuevo a casa, ya no
soportaba más, ni podía caminar, me acosté en la cama, mi oído izquierdo empezó a perderse, no escuchaba nada excepto un ruido muy parecido al de una licuadora que encendían y apagaban constantemente, como quién juega con bolsas de basuras. El dolor se hizo tan insoportable que me encontré dando vueltas en la cama, que digo vueltas, chapaleaba en mi cama. Daba pequeños gritos, para que los vecinos no escucharan, y gemidos adoloridos e insoportables. Ya no daba para más.
Ilustración Tatiana Torres Álvarez
Ilustración Tatiana Torres Álvarez
-Señor, no es nada agradable lo que le voy a decir, solo debe mantener la compostura. ¿Bien?, ¿tiene algún problema de bichos en su casa? Me preguntó el doctor, mientras trataba de encontrarle la naturaleza a su pregunta. Sentí asco, repulsión, hasta nauseas me dieron. ¿Cómo es posible que algo así pase? Y si tiene que pasar, ¿por qué a mí? ¡Puta vida!, algo andaba en mi cabeza, y no era una sensación, era literal, algo andaba, caminaba. No me dijeron que era en el instante, ellos no lo sabían y no sé muy bien si yo lo quería saber. Camila llegó pronto, cuando la llamé le conté todo: se me metió algo en la cabeza. Puso su ojo en mi oreja, pero según ella no veía nada extraño, solo cera. -¿No te bañaste cierto?, me dijo, a lo que sonreí. -No muy bien que digamos, le contesté -¿Cómo pasó?, preguntó. -Anoche, mientras dormía, sea lo que sea se metió por mi oreja y está ahí, todavía, dando vueltas. Me miró de arriba abajo, y se rascaba la cabeza, siempre hace eso cuando trata de comprender la información. Justifico su expresión, justifico su reacción, yo hubiera hecho lo mismo. Entré a la sala. Camila me dio un beso; hubiera podido entrar, pero no quiso. No quería ver lo que me iban a sacar, ni cómo me lo iban a sacar; nunca le gustaron los hospitales, ni los médicos, ni los bichos, ese no era su lugar. De igual manera tenía miedo, pero curiosidad, al menos el dolor se iría, al menos eso haría.
El doctor metió sus pinzas, con una jeringa bañó el interior de mi oído, quizá para hacer que lo que sea que estuviera dentro de mí se moviera, sentía y escuchaba cómo las pequeñas pinzas se abrían y se cerraban. El doctor falló, no en varias sino en muchas ocasiones, hasta que después de algunos intentos torpes algo agarró y lo jaló fuera de mí. Sentí como si destaparan un corcho, un gran ¡PUM!, y listo, ya podía escuchar bien, ya no dolía más.
¿Han escuchado la frase “cucarachas en la cabeza”? Bueno, se utiliza de manera metafórica en estos tiempos, pero en mi situación era demasiado literal. Alzó las pinzas y pude verlo, una cucaracha revoloteando, sus alas se abrían y se contraían con ímpetu, con rabia, quería escapar y volver a mi cabeza, lo presentía. Vomité. La semana pasó sin mayores altibajos; le hice una limpieza a mi casa, fumigué todo, absolutamente todo, desde la cocina hasta mi cuarto.
Cada vez que me acostaba a dormir tapaba con la ropa sucia las aberturas de la puerta y de la ventana, para que nada entrara.
Camila siempre me apoyó, pasó esa semana conmigo, también tenía miedo, pero le generó gracia al ver la noticia en la televisión: “Un hombre tuvo una cucaracha por seis horas en su cabeza” -Dirán un hombre guapo, decía. Así me pasé los ocho días de incapacidad laboral, en una exterminación completa de cuanta plaga pudiera habitar en mi casa, o en cualquiera. No solo me encargué de las cucarachas, sino también de cualquier cosa con patas del tamaño
suficiente para caber en mi oído. Me volví un excéntrico del aseo, a Camila le molestaba un poco; siempre decía “No es para tanto”. ¡Claro!, es fácil decirlo cuando no fue ella quien tuvo esa cosa adentro. Siempre le decía irritado, lo que me pasó, y ser violado, es prácticamente lo mismo, a lo que ella contestaba con una mirada irónica.
Pasé tanto tiempo obsesionado con barrer, trapear, sacudir, mover, barrer, trapear y acomodar que se me olvidaba hacer muchas cosas, a veces, incluso, comer, los horarios o el calendario. La cocina, hasta el baño y mis dos cuartos estaban impecables, y todo bicho desapareció. El único problema era que por más limpio que estuviera, las paredes y la azotea las cucarachas seguían apareciendo de vez en cuando en las noches, no muy seguido, no muy grandes,
pero el tamaño era lo que más me preocupaba. Contraté a expertos y antiplagas clandestinos, pero ellas seguían aterrizando de vez en cuando en el televisor, en el mueble y, a veces, en mi cama me hacían dar un brinco desaforado, y cómo no, con el sonido de sus alas torpes revoloteando por todas partes ya me era traumático. Encendía la luz y con un zapato buscaba por todas partes a la maldita para matarla, pero Camila siempre era la que tenía la valentía para hacerlo, y cuando no estaba no podía dormir, así que terminó viviendo conmigo, creo, como acto de compasión. Fue
trayendo de a poco su ropa; primero dejó un pantalón, luego una blusa, luego otro pantalón, hasta que le tuve que compartir espacio en mi closet, y fue ahí, cuando me di cuenta que no era lo único que compartiríamos por el resto de nuestras vidas.
Ninguna de las personas a los que les pagaba para fumigar mi casa daba resultado, un día me hacían cerrar las puertas y ventanas, echaban gases venenosos, y al día siguiente en la mañana había una fea cucaracha pequeña pegada en la pared, quieta, como si me viera y me dijera: sé lo que has hecho, no te saldrás tan fácilmente.
Empezamos a vivir con nuestros problemas; éramos jóvenes, sí, pero nos amábamos, eso también era cierto. Todo esto nos servía para unirnos y fortalecernos como pareja. Y, es que siempre la persona que se queda contigo en los malos momentos se termina acostumbrando tanto a ellos que la felicidad se resume entre el café de la mañana y el sexo de la media noche. Y, se es tan pleno con cosas tan triviales que los problemas terminan siendo uno de ellos.
Una noche Camila se levantó a tomar algo de agua e ir al baño, al acostarse de nuevo me abrigó hasta el cuello. Mientras lo hacía vio algo extraño moverse en mi oreja, con su celular alumbró y descubrió una pequeña mancha con patitas pequeñas moverse; entraba y salía como Pedro por su casa. Una un poco más grande salió de mí, camino por la almohada y se postró en la pared. En la mañana después del desayuno me lo contó todo. Eso es lo malo de tener un sueño pesado.
Ilustración Barely Sparrow
Ilustración Barely Sparrow
Pasadas las tres de la tarde llegamos al hospital. Todos qué estarían pensado: ¡Oh, el tipo de las cucarachas! Me era incómodo, pero después de lo visto por Camila no podía estar tranquilo. Me revisaron de nuevo, esta vez encontraron algo un poco menos gráfico, pero más perturbador. Una ooteca que por su color al principio pasó desapercibida por el médico, pero después de un tiempo, y de su contacto con el aire, ya era visible. Una ooteca es como un pequeño depósito lleno de huevecillos, lo utilizan varios animales, y sí, las cucarachas también.
No puedo decir a ciencia cierta lo que se siente cuando te hacen un diagnóstico tan poco común, solo puedo decir que la paranoia me podía, tiré las sillas por doquier y estuve a punto de golpear al doctor. Tuvieron que darme cuanto tranquilizante había, y no por la ineptitud del médico sino porque la ooteca estaba abierta, sus huevos ya habían salido y sabía Dios hacia dónde. Ahora solo veía pequeños bichos por todas partes, sentía que me caminaban dentro de la piel, presentía que pronto me crecerían antenas y me volvería uno de ellos, llegué hasta tal punto del desespero que hice que Camila botara un chicle que masticaba porque tenía la sensación que se estaba masticando una cucaracha, cada mordida, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. Vomité. Con mi estómago revuelto entré al consultorio a ver los resultados de las radiografías, los resultados fueron los esperados. Tenía pequeñas manchitas negras por toda mi cabeza, eran tan pequeñas que estaban por todas partes, el médico me interrumpió el asombro para decirme, no
sé si como broma o en verdad lo dijo en serio: si alguna te sale por la nariz, no deberías de sorprenderte. Hasta el momento nada de eso ha pasado, aprendí a vivir con ellas dentro de mi cabeza.
Camila ya no duerme conmigo, no al menos en la misma cama, pero sigue constante, aferrada a lo que soy, con todo lo malo, bueno y lo peor que tengo en mi cabeza. Pasados los meses, la población de cucarachas fue bajando de a poco. En mi cabeza no había espacio para ciertos tamaños, solo las podía tener hasta cierta extensión, y aunque suene gracioso, hasta cierta edad. Después sentían la necesidad de salir, y las que no lograrían salir se quedarían atrapadas y tarde que temprano morirían por falta de aire. Con miedo a tener un cadáver siempre me dormía temprano, tipo nueve de la noche, y me despertaba tarde para que ellas tuvieran tiempo de salir y rehacer sus vidas fuera de mí.
Lo bueno de tener un sueño pesado es que nada te hace daño, no importa cuántas cosas tengas en contra, cuántas colecciones de derrotas te inhiban, dormir siempre lo soluciona.
Anoche, Camila soñó que veía dos antenas moviéndose en su ombligo, las cogió y las jaló hasta sacar de su vientre una cucaracha enorme negra con manchas grises y blancas, que se pegaba de su seno desnudo.
Está en embarazo.
Por:  Daniel Montoya

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