Ámsterdam

Uno no ha visto todo si no ha visitado Ámsterdam. Esa ciudad puede ser la madre de las sorpresas. Ámsterdam se presta para ser la capital cultural y turística –si bien no económica- de la próspera y fluvial Holanda, la de la gente cachetona y feliz. Este lugar del queso y del ocio tiene aire de campiña, recodos estrechos y más bicicletas que seres humanos. Es contigua al Mar del Norte, colorida, y entre más en el centro se está, más se percibe el espectáculo de los canales de agua, que mojan la ciudad con una elegancia tranquila.

Sus edificios, excepto los empresariales y los históricos, son bajos, sin ascensores, con ventanas hacia la calle y de hormigón limpio o ladrillos rojos, marrones y morados. Las estancias son estrechas e íntimas e igualmente efímeras, porque la mayoría de la vida está afuera. Eso sí, es muy fácil perderse porque las calles se tuercen con facilidad y conducen a rumbos imprevisibles, pero tal vez la verdadera razón es que hay tanto con que distraerse que no es fácil pensar en el camino. Aunque los mapas son precisos, las vitrinas, el aire y la gente de Ámsterdam son más interesantes. Había que caminar pa´ donde fueran los pies.

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Caminé entonces, seguramente en círculos repitiendo paisajes durante  varias horas, y ya entonces era evidente que nunca en mi vida nada me  había rodeado de la manera en la que esta ciudad lo hacía. Tulipanes,  rastas, pájaros naranjas, barquitos, semillas de cannabis, parrillas  argentinas, fútbol, hongos, calles sin salida juguetes sexuales, ancianos  felices, almuerzos al lado del río Ámstel, cervezas gigantes, coffee  shops y varias etcéteras. Todo se metía por los ojos y por la nariz con  una velocidad alarmante, y los prejuicios que arman las películas e internet se caen rápido, porque la verdad es que la realidad es mucho más intensa.

Era bien extraño. El origen de tanta dinámica en un modo tan armonioso y pasivo era invisible para mí. Había que caminar despacio para no contrariar el ritmo de la multitud o rápido para dejar pasar al tranvía o a las motos. Había que “ignorar a los dealers callejeros” según la publicidad del gobierno y sonreírle a las prostitutas por simple amabilidad. Era necesario, por puro sentido común, cerrar la boca y abrir los ojos.

En esas llegó un tipo a decirme en inglés que era una persona sin hogar (habitante de calle) y a pedirme cualquier dinero. Pero yo no podía creer que fuera bilingüe y le hablé de otras cosas. Él me contó a mí de su situación con más gruñidos que sílabas, pero lo más decepcionante fue la cara de júbilo que se le vio al oír que yo era colombiano, porque pensó que si yo no tenía a Pablo Escobar en un bolsillo por lo menos traería uno o dos gramos de su cocaína. “Cocaine!, Give me cocaine! Escobar!”, decía, y hasta ahí llegó la conversación. La lluvia blanca que hicimos caer los colombianos en buena parte del mundo, vuelve ahora a nosotros en forma de prejuicios. Ojalá alguien alguna vez absuelva a Colombia de sus pecados.

En fin, a nadie le gusta ser un estereotipo. Y me imagino que a esta ciudad tampoco. Las drogas, el sexo y la gente de Ámsterdam apenas sí contrarían a la tranquilidad profunda de este lugar.

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Entré a los coffee shops a ver a la gente fumar legalmente, salí de noche a ver sus luces pálidas, me moví en los suburbios para ver el campo y fui al barrio rojo a ver el placer negociado. Poco a poco la mente recoge evidencias de lo que llaman choque cultural, pero ahora era casi cataclismo cultural. Es la Europa de dinero, de sociedades avanzadas, y de milagros de la ingeniería. En este lugar lo más feo es bonito. En la mañana un grupo de amigos con un menú de doce tipos de marihuana, en la tarde unos campos verdes y profundos con máquinas que sacan flores y maíz de la tierra, y en la noche una prostituta morena de proporciones elefánticas que solo saluda y sonríe. Y más, hay que ir a Ámsterdam.

Juan Pablo Sepulveda

Tengo 20 años, estudiante de periodismo, apasionado por el deporte y la escritura.

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