Una bienvenida en deuda

Hace unos días, a eso de las 10:00 p.m., estaba en un alimentador del Metro, esperando a que arrancara. Una vez se ocuparan unas 5 o 6 sillas. En esas se sube un niño de unos 8 años de edad y entre una pésima dicción, al punto de que el conductor le pedía varias veces que le repitiera, trataba de pedirle 200 pesos que finalmente consigue. Quizá ese niño no haya asistido a una escuela, y sí, seguramente sus clases no han sido de calidad porque hablar de esa forma a esa edad denota la existencia de alguna deficiencia en su proceso de adquisición del lenguaje, aunque  también puede ser que tenga algún problema cognitivo, pero sea cual sea el caso, él no tenía por qué estar pidiendo dinero a esas horas de la noche ni nunca.

Ese niño debió de haber estado jugando o quizá durmiendo, pero jamás pidiendo dinero ni trabajando. Los lugares de un niño no pueden ser otros diferentes a aquellos que tienen que ver con la diversión, el ocio y la educación, alejados totalmente del trabajo, la mendicidad y el peligro.  Pero, a la larga, ese menor resulta siendo el retrato vivo de muchos otros a lo largo y ancho de Colombia. Quizá eso que digo suene trillado y cliché porque  ya es paisaje en este país ver a un niño trabajando o pidiendo dinero en la calle, en los semáforos, o puerta a puerta, y lo que es paisaje corre el riesgo de volverse cliché y trillado. Sin embargo, es de vital importancia fijarnos en aspectos tan delicados y paisajísticos como estos en un país que -dice- va a construir la paz.

Respecto a lo anterior hay respaldos estadísticos preocupantes. Para el 2015, según el DANE, 1.091.153 menores trabajaban, cosa que citando a El Tiempo, sería como decir que 1 de cada 10 niños estaban trabajando (o están). Esa cifra es la mitad de la población que tiene Medellín, para que dimensionen la gravedad del asunto, que en un año seguramente no habrá cambiado mucho. Esto es preocupante en la medida en que es una gran cantidad de cerebros que se están fugando, que se están perdiendo en el mundo del trabajo, cuando podrían estar en el mundo de la educación, inventando, argumentando y cuestionando. Cuántos de esos niños tendrán habilidades escriturales, matemáticas o artísticas, pero nunca podrán ‘explotarlas’ como es debido porque tienen que llevar plata a la casa (si tienen), o porque sencillamente les gusta tener dinero en el bolsillo. Además, seamos realistas, muchos de esos niños no asisten a la escuela y si asisten, lo hacen agotados porque vienen de una jornada de trabajo, o cuando salen van a trabajar, y por ende, no existe espacio para las tareas, leer o al menos descansar .

Respecto a educación, la cosa no pasa de ser preocupante. Según el mismo MEN (2013), de cada 100 estudiantes que ingresan al sistema educativo en la zona rural, 48 culminan la educación media, mientras que en las áreas urbanas lo hacen 82 estudiantes. En ambos espacios, muy posiblemente el causante de que la cifra no sea 100 de 100, tenga que ver con el trabajo: o trabajan o estudian, y eso no es secreto porque a muchos nos han dicho eso, pero muchos nos hemos sobrepuesto ante ese condicional tan macabro .

Además, el trabajo obstruye la creatividad, -como arriba alcancé a esbozar- y más cuando es un trabajo operativo y repetitivo, y cuánta creatividad no está truncando el trabajo en un menor de 8 años, y aun en un adulto de unos 22, como yo, que también trabajo. Sócrates, por ejemplo, nunca llegó a trabajar (lo hacían los esclavos), y fue en los tiempos de ocio y espacio libre, en la academia del ocio, como diría Juan Manuel Roca, en donde pensaba lo que pensaba, y transmitía a discípulos como Platón lo que hoy conocemos, igual que todos aquellos pensadores que tenían tiempo libre para escribir sobre la vida, la literatura, la política, la economía, los gobiernos, etc. Continuando con Roca, el ocio es una forma de acceder a mundos imaginarios, en contravía de los oficios habituales y también de aquellos impuestos, como el trabajo.

El niño del que al principio hablé, agradeció y nos dijo “Chao”. Aún hay tiempo de decirles “Hola”, y darles la bienvenida a un país al alcance de ellos, y no que los aplaste; un país  en donde tengan educación desde la cuna y,  como adultos, hasta la tumba, evocando un poco a García Márquez. Si un país quiere paz, debe empezar por quienes la abonarán o dejarán morir en un futuro.

 

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A propósito, una bella composición de Mercedes Sosa y Calle 13.