Rodrigo Saldarriaga: Una evocación de su transcendencia e intimidad

Pero su esencia, su voz, su mirada, su gesto lúcido e imperioso, sus pensamientos; todo lo que fue él, ahí en Pequeño Teatro, en todas nuestras mentes, todavía está; y creo que mientras sigamos viviendo intensamente como él lo hizo, Rodrigo Saldarriaga, en nosotros siempre estará.

No puedo decir que yo haya sido parte de los mejores amigos de Rodrigo Saldarriaga, ni de las personas que estuvieron a su lado durante todas las batallas que libró en el teatro o en la política. De hecho lo conocí en los últimos diez años de su existencia, cuando ya él había logrado muchos de sus sueños –valga aclarar que hasta el último de sus suspiros nunca dejó de soñar-. Lo qué si estoy seguro es que obtuve de él un afecto genuino, y en los pocos espacios que pudimos compartir, disfrutamos mucho de nuestras conversaciones, celebramos una amistad que se fue fortaleciendo cada día más, hasta que yo me marché.

 

Acabo de leer su libro: “Tercer timbre”, antes había leído, o había escuchado de su propia voz, muchas de sus historias apasionantes, pero siempre las había conocido fragmentariamente. Cuando se leen todas juntas, reunidas en una obra, uno se da cuenta de una totalidad y de una coherencia vivencial extraordinaria; pocas veces se encuentra uno a un hombre con una conexión tan precisa de lo que piensa con lo que hace. Así era Rodrigo Saldarriaga, sabía quién era y hasta donde llegaría. Con una clarividencia, que sólo la realidad de lo que consiguió, nos impedí decir que sólo fue un soñador; estamos obligados a decir, que era un realizador de sueños.

 

Un día escribí sobre su ser aristocrático, ahora quiero avanzar un poco más, sobre su trascendencia y algo de su intimidad, la poca que percibí yo.

 

 

Trascendencia.

 

Rodrigo Saldarriaga significó en vida y significará después de su muerte una importancia fundamental en el teatro. Serán los actores que lo conocieron y los que hereden su legado, los que podrán evidenciar esto. El teatro como expresión íntima de la condición humana, para comprender, tramitar los placeres y las tragedias de la existencia, encontró en Rodrigo Saldarriaga, uno de sus mejores exponentes. Me atrevo a asegurar que las generaciones que nos sobrevendrán, reconocerán que Rodrigo Saldarriaga ocupó un lugar no menor en lista de los grandes del teatro universal. Su legado apenas comienza, cada vez más, un ascenso hacia el reconocimiento del mundo artístico. Rodrigo nació para triunfar, para actuar, para danzar, para pensar, para disfrutar, y su lugar en la memoria colectiva, ya está asegurado.

 

Rodrigo luchó incansablemente con una sociedad decadente, reaccionaria, utilitarista. Del fango de la ambición por el dinero, las mafias y las oligarquías, surgió un hombre revolucionario, lúcido, jovial que frente a toda la inmundicia, y a partir del teatro, demostró que en la vida también existía la gracia, el arte, la sensualidad, el gusto, la altura del pensamiento. Fue un político controversial y radical, que no dejaba tranquilo ni a sus camaradas ni a sus oponentes. Era un provocador, pero que provocaba con la verdad desnuda y con la inteligencia. Era  -como un día se lo dije-, en el arte y en la política el primero o el último aristócrata de esta timorata y envilecida sociedad. Ahora, es tarea de las personas despiertas y de los portadores de su legado, prolongar su memoria, su vida y su obra. Y como a él le gustaba decir, el teatro no se acabará; y ahora agrego yo, mientras que el teatro exista, la memoria de uno sus mejores prototipos, nunca acabará.

 

 

Intimidad

 

Cuando trabajé como maestro de historia en la Escuela de Actores del Pequeño Teatro tuve más ocasiones para conversar solo con él, y por tiempos más prolongados. Casi siempre terminábamos hablando del mismo tema: la decadencia política y cultural de la sociedad, hablamos desde varios enfoques, la historia, el arte, la política. Yo era el que preguntaba más, porque él era el maestro de la vida. Yo, apenas un joven nervioso, lleno de libros y teorías en la cabeza, pero que nunca había salido a la calle, a la aventura, como sí lo había hecho él. Por mucho tiempo conversamos sobre el retroceso de la humanidad en el mundo del capital.

 

Rodrigo como Germán Arciniegas y como José Fernando Ocampo, no era para nada bolivariano, y de hecho, muchas veces trató de convencerme de leer, a varios intelectuales anti-bolivarianos. Finalmente se reía y decía que yo era un enfermo incurable por mi amor desbocado por el Libertador.

 

En cualquier conversación Rodrigo incitaba a pensar en la profundidad de lo humano, y cuando estaba más seguro de algo, abría sus ojos claros de lobo, y hablaba como si su voz proviniese de los rayos.

 

En la bohemia era también un seductor. Un amador incansable de la vida. Recuerdo especialmente, las noches de la campaña a la gobernación de Antioquia. Íbamos pocos amigos a tomar cantidades increíbles de cerveza, generalmente buscamos la soledad de las madrugadas en Pequeño Teatro, siempre nos quedábamos conversando los más trasnochadores, y el más trasnochador era él. En otras ocasiones salíamos a otros lugares de la ciudad, casi siempre llevaba puesto un gabán, negro o café claro. Su presencia era ineludible para los desprevenidos bailadores o tomadores de la noche que se sorprendían al encontrarlo. Ya muchísimas  personas lo conocían por el teatro, y ahora más por su candidatura. Nosotros parecíamos guardaespaldas de él. Aunque no lo éramos estrictamente, pero estoy seguro que siempre lo estábamos cuidando en la embriaguez, sabiendo además que él no lo necesitaba.

 

Amaba a las mujeres, era un verdadero galán. Un noche yo me iba arrepintiendo cuando le presenté una bella y joven muchacha que yo aspiraba conquistar. Él podría ser su abuelo, pero si no es porque el recorrido que hicimos en ese momento fue corto, con su galanteo y su conversación hubiese terminado sobrando yo. En otra noche, me conmovió hasta lo indecible, estaba realmente despechado por una mujer, habló con ella por celular tiempos extravagantes como el más adolescente de los adolescentes. Terminó devastado como si lo hubiera echado Afrodita en persona. Por varias horas hicimos, con una amiga que teníamos en común, el duelo con él. Luego sorprendentemente, después de muchas cervezas, ya casi al amanecer por completo la había olvidado y se puso igual o más rozagante y vital, así como siempre acostumbraba estar él.

 

Cuando hago mención de algunos detalles de su intimidad, es decir, de lo más humano, lo más sensible de su carácter, en los pocos momentos que compartí con él, lo hago sólo para mostrar un matiz más de su increíble personalidad. En todo momento, en lo público y en lo más privado siempre fue igual. Un apasionado. Yo espero, algún día, poder ser su biógrafo, para eso falta mucho, conocer mucho más, escuchar muchas historias que no se han contado. Pero desde ya, creo que conocí lo más humano que tenía Rodrigo Saldarriaga: su insaciable voluntad para conquistar el mundo, ya fuera conquistar a un político, a un amigo, a un auditorio o a una mujer. Rodrigo era un conquistador.

 

Ahora que he terminado de leer su “Tercer timbre”, recuerdo, como él jugó un papel fundamental en mi decisión de irme del país. Estaba en verdad alterado por las múltiples dificultades que pasábamos los intelectuales en la sociedad, en especial los profesores como yo, los intelectuales que no recibimos respeto y valor, ni un lugar digno en la sociedad de mafiosos y politiqueros detestables que tenemos; las dificultades que vivimos los que no nos doblegamos como borregos porque siempre defenderemos nuestra independencia y nuestra originalidad. Creo que él, recordó muchas de sus partidas dolorosas, cuando muchos sectores reaccionarios se interponían en su sueño de hacer teatro, y me dijo con su voz de rayo: “Ándate que en la aventura está la vida”. Y yo me fui, para renacer.

 

Cuando regresé ya no estaba él, se había ido, pero sólo físicamente.

 

Pero su esencia, su voz, su mirada, su gesto lúcido e  imperioso, sus pensamientos; todo lo que fue él, ahí en Pequeño Teatro, en todas nuestras mentes, todavía está; y creo que mientras sigamos viviendo intensamente como él lo hizo, Rodrigo Saldarriaga, en nosotros siempre estará.

 

 

Frank David Bedoya Muñoz

Frank David Bedoya Muñoz (Medellín, 1978) es historiador de la Universidad Nacional de Colombia y fundador de la Escuela Zaratustra. Fue formador político en la Empresa Socialista de Riego Río Tiznado en la República Bolivariana de Venezuela. Ha publicado “1815: Bolívar le escribe a Suramérica”, “Relatos de un intelectual malogrado” y “En lo alto de un barranco hay un caminito”, libro que reúne cinco relatos, un ensayo y dos conferencias sobre la vida y obra del Libertador Simón Bolívar. Actualmente es asesor en el Congreso de Colombia.

Comentar

Clic aquí para comentar

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.