Las infecciones volverán a ser mortales

La Organización Mundial de la Salud ha dado a conocer el primer informe sobre la resistencia a los antibióticos. Las conclusiones: que esta resistencia se ha detectado por todo el mundo y que se da en todo tipo de seres humanos. Las consecuencias: que estamos a punto de retroceder un centenar de años en cuestiones de salud; infecciones controladas en el último siglo, como una diarrea o una infección urinaria, volverán a ser mortales de aquí a unos años.

Las bacterias se adaptan con rapidez al medio. Cuando son atacadas, la evolución sigue su curso y los genes adecuados para sobrevivir en unas circunstancias dadas son reforzados por selección natural: los microbios con la mutación adecuada viven y la transmiten a su descendencia; así, generación tras generación, las mutaciones “correctas” se terminan convirtiendo en un rasgo común de la población.

En el ritmo de vida de los microbios, la transmisión de genes de una generación a otra es cuestión de minutos, así que, ahora ya lo reconocemos, no tenemos nada que hacer después de que, tras décadas de abuso en el uso de los fármacos, las bacterias responsables de las enfermedades más comunes se han hecho fuertes para resistirlos.

La gonorrea, por ejemplo, ya no es tratable con cefalosporina, un antibiótico similar a la penicilina que ha sido empleado durante las últimas décadas para combatir una infección que ataca a un millón de personas por día en todo el mundo.

¿Qué ocurrirá cuando las superbacterias dominen el cuerpo humano? Pues, por ejemplo, la cirugía ya no será tanto una cuestión de vida o muerte como de, simplemente, muerte; cuando la más mínima infección sea mortal porque los métodos asépticos ya no funcionan, abrir un cuerpo humano será tentar a la suerte.

Y si una operación de apendicitis se puede convertir en algo muy chungo, ya podemos ir olvidando ese asunto de los trasplantes de órganos: serán cosa del pasado, pues no habrá medicina que ayude al sistema inmunitario a combatir el rechazo del órgano implantado.

Entre otras, neumonía y tuberculosis volverán a ser las viejas e inseparables compañeras del ser humano que siempre fueron.

Hay otro problema básico en esta nuestra civilización experta en cosificaciones, y éste es económico y social: la erradicación de las infecciones requiere cada vez más tiempo, por lo que el coste de los tratamientos aumenta, al igual que el tiempo de estancia en hospitales, y todo ello llevará a saturar los medios disponibles para la atención sanitaria en todos sus ámbitos.

Si en épocas de crisis, la salud pública se viene abajo, en la era post-antibiótica será una leyenda de tiempos “mejores”. ¿Qué decir de un futuro en que estos que vivimos serán considerados los mejores tiempos?

La única solución es la prevención, de manera que se evite lo máximo posible el uso de antibióticos; para ello, se recomienda potenciar la higiene y garantizar el acceso al agua potable.

Pero la prevención se antoja complicada. No sólo porque el acceso al agua potable sea una falacia en este mundo, sino porque la renuncia a los antibióticos no es tan fácil: no basta con dejar de tomarlos, sino que requiere de una información que no todos estarían dispuestos a proporcionar por el bien del negocio, como cuando las empresas alimentarias los usan para engordar ganado y aves de corral. Ingerimos antibióticos constantemente sin siquiera ser conscientes de ellos.

Por otro lado, el fracaso de los antibióticos puede tener un reverso positivo, y es que muchas de las enfermedades contemporáneas tienen su origen en la aniquilación de poblaciones bacterianas necesarias para el correcto funcionamiento de nuestro organismo.

El humano alberga diez bacterias por cada célula eucariota que lo estructura; en términos genéticos, que están más de moda: sólo el 10% de un homo sapiens está hecho de su propio ADN; el resto, el 90%, son bichos que lo configuran. Como se explica en un artículo anterior publicado en esta web:

…el exceso de antibióticos puede ser una de las causas primeras del aumento de los índices de obesidad en los países desarrollados donde, además, se dan otros problemas derivados de la  obsesión no sólo por los antibióticos, sino también por la higiene.

Así, existe la hipótesis de que la lucha contra las bacterias está facilitando la proliferación de enfermedades como alergias y asma, pues los microbios encargados de ayudar al buen funcionamiento del sistema inmunológico son mermados en el proceso de higiene diaria al que nos hemos acostumbrado.

Los microbios no están de paso, son la esencia física del ser humano. En realidad de todo ser vivo y, más allá, de todo ecosistema. Combatirlos a ciegas, dicen los científicos que comienzan a comprender el proceso, está dañando el buen funcionamiento de nuestros sistemas internos sin que hasta ahora hubiéramos sido conscientes de que ciertos hábitos considerados saludables equivalen, en realidad, a matar moscas a cañonazos.

Sea como sea, el problema de los antibióticos no es una cuestión que haya pillado a la ciencia por sorpresa. En realidad, se antoja un proceso mucho más simple y común: la ignorancia voluntaria y la incapacidad del homo sapiens para sobreponerse a sus instintos más primarios.

Para que nos entendamos, el gran negocio de los antibióticos comenzó en la década de 1940, apenas unos años después de que Alexander Fleming descubriera la penicilina, allá por 1928.  En setenta años, según el informe de la OMS, el uso irracional e inapropiado de los antibióticos ha sido la causa principal de su creciente inutilidad.

Se han dispensado demasiado libremente, “algunas veces por demanda del paciente, pero a menudo para que médicos y farmacéuticos hicieran dinero”, reconoce el informe.

En el discurso dado por Fleming al recibir el Premio Nobel de Medicina, en 1945, el científico escocés ya advirtió al mundo de que su descubrimiento podría ir en contra de los intereses de la Humanidad:

Existe el peligro de que el hombre ignorante pueda fácilmente aplicarse dosis insuficientes y, por exponer a los microbios a cantidades no letales de la droga, hacerlas resistentes.

Otro Premio Nobel de Medicina, Thomas Steitz, anunciaba hace pocos años que estaba cansado de luchar contra las farmacéuticas y que era fuerte la tentación de retirarse, al no poder desarrollar una nueva generación de antibióticos más efectivos porque a las compañías de medicamentos les era mucho más rentable desarrollar soluciones suaves para mantener el nivel de enfermos crónicos, esto es, de clientes de por vida.

Siete décadas después de las palabras de Fleming, la OMS dice que hay que prevenir. ¿Merece la pena desarrollar una cura que permita sobrevivir al virus más mortífero que jamás haya existido en la Tierra: el hombre?

La respuesta, cínica o sentimental, no cambiará el futuro…

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