Las fuerzas armadas ante la crisis, soberanía y estado de excepción

“El día que uno de estos infames gamonales amanezca sitiado y preso en su madriguera por los mismos hombres de que pensó servirse, y éstos, rehabilitados por su acción, alcen la dignidad de la república sobre la hoja de su espada, habrá terminado para siempre el ciclo de las barbarocracias y el apogeo de los barbarócratas.”

José Rafael Pocaterra, Memorias de un venezolano de la decadencia, 1907[1]

 

¿Nos hemos extraviado, desde ese nebuloso y melodramático 4 de febrero de 1992, preñado de funestas consecuencias,  “en esta tierra de nadie entre el derecho público y el hecho político, entre el orden jurídico y la vida”, como define Giorgio Agamben al estado de excepción? ¿Qué define y, en esencia,  en qué consiste una crisis de excepción, escenario de lo que el constitucionalismo moderno califica como determinante de un estado de excepción? Son dos preguntas de naturaleza aparentemente  teórica que recubren un problema práctico, existencial, político jurídico,  que atañe a nuestra existencia como república.

Para responderlo en pocas palabras: una sociedad ingresa a esa tierra de nadie que es un estado de excepción, cuando por la veleidad, la inconsciencia o la ambición de sus hombres, o por efecto de una conmoción irreparable, se suspende el orden jurídico mismo, pierde el Estado su anclaje institucional y el pacto sagrado sobre el que aquel se asentaba, quedando al arbitrio del primer aventurero voluntarioso y decidido a cogerse para sí y los suyos la existencia misma de la república. Una república cae víctima de un estado de excepción cuando queda provisoriamente huérfana de leyes.

Dicho en cristiano y dada la evidencia del estado de excepción en que hoy naufraga la república: ¿quién manda hoy por hoy en Venezuela? ¿En quién se encuentra depositado el poder soberano del pueblo? ¿Dónde y bajo qué condiciones reside hoy, si existe,  la soberanía de este país llamado Venezuela? ¿Quién encarna la voluntad soberana del pueblo, último y exclusivo depositario de la soberanía? ¿O dicha voluntad se encuentra temporalmente extraviada, a la deriva, secuestrada como resulta ser constitutivo de una crisis de excepción, cuando bajo imperativos circunstanciales – una revolución, una guerra, un motín, una conmoción civil o una catástrofe natural o humana de dimensiones telúricas – como las que se vivieran en nuestro país entre la caída de la Patria Boba, la Batalla de Carabobo y la Reconstitución de la República – la sociedad se ve extraviada en el maremágnum de los acontecimientos?

No es una pregunta ociosa: es una pregunta esencial, que hace a la sustancia de nuestra vida como República, a nuestra existencia histórica como Nación. Si aceptamos que lo somos, más allá de los símbolos, los usos diplomáticos, las costumbres. Por lo menos, formalmente, desde el 5 de julio de 1811, fecha que se acaba de conmemorar en gloria y majestad, como si esa pregunta hamletiana que flota consciente o inconscientemente en el ambiente, y cuya expresión práctica nos tiene al borde de la extinción, estuviese resuelta. No lo está. Nadie puede asegurar a plenitud y con absoluta convicción en donde reside hoy por hoy, geográfica, materialmente, la soberanía de la República: si en Caracas o en La Habana, en Miraflores o en el Palacio de la Revolución. Y por reflejo especular: en Washington o en el Vaticano, en la OEA o en el MERCOSUR. Lo que está en entredicho desde el asalto electoral al Poder por parte del castrochavismo es, nada más y nada menos, que la soberanía misma de Venezuela. Es el problema crucial que enfrentan militares y civiles. Imposible eludirlo: hace a nuestra esencia.

 

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Para ir al grano:  ¿quién es en verdad el magistrado al mando real y efectivo de este barco a la deriva: Nicolás Maduro o Raúl Castro? Y para enmarañar aún más la circunstancia, ese problema verdaderamente existencial que nos abruma: si en caso de que la soberanía de Venezuela, provisoriamente en veremos, estuviera verdaderamente en territorio venezolano, surge la interrogante acerca de si dicha soberanía no estará siendo disputada tras bambalinas del Estado en ruinas entre el presidente de la república o el ministro de la defensa. Digamos: entre el poder formal, aunque seria y gravemente cuestionado por la voluntad popular desde sus mismos orígenes, cuestionamiento reafirmado tal como se expresara el 6 de diciembre pasado, cuando el pueblo lo descalificara y comisionara mayoritaria e indiscutiblemente su poder soberano en la nueva Asamblea Nacional; o en el poder de facto, el de las armas, sometido formal y aparentemente al arbitrio del por ahora segundo de a bordo, el general en jefe Vladimir Padrino López. ¿Quién manda a quién en esta Venezuela desnortada?

 

Si el problema medular al que nos referimos pudiese ser resuelto según el espíritu y la letra de la Constitución, no cabría la menor duda. Pero para ello dicha Constitución debiera estar fundada sobre el consenso mayoritario del pueblo venezolano y asumida, respetada y acatada por todos los miembros de la sociedad, lo que evidentemente no es el caso. De allí la existencia de la crisis de excepción que comentamos. Y uno de cuyos pasos resolutivos debiera ser la imposición, si fuere necesario por la fuerza, de su vigencia plena y absoluta. Como ella misma lo ordena. Según dicha Constitución, formalmente vigente, la soberanía reside en el Pueblo, y, en consecuencia, para todas las razones del ejercicio del dominio práctico del Poder soberano, en aquel a quien el Pueblo comisione. Como los detentores del Poder factual, de cuya legitimidad tenemos pleno derecho a dudar,  lo han desconocido – lo cual no le resta a la AN un ápice de representatividad efectiva, jurídica y legal, sólo en entredicho, cuestionada y convertida en un provisorium por la aviesa decisión de quien fuera su anterior presidente, hoy también en un profundo entredicho, Diosdado Cabello – dicha soberanía se rebaja y deteriora. Más no desaparece. Resta, como último recurso de auténtica juridicidad.

 

Pero continúa en veremos el problema esencial, el de la resolución de la soberanía. En otras palabras: el problema del Poder, del ejercicio efectivo de la voluntad de quien asuma su resolución. Y reencauzar, de ese modo, a la sociedad dentro de sus marcos legales, para que vuelva a ser un Estado de Derecho, superando el hiato entre política y juridicidad, que le es constitutivo.

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¿Quién puede y debe asumir la tarea de resolver el estado de excepción y cumplir así con la condición señalada por Carl Schmitt en 1922: “soberano es quien decide el estado de excepción”?.[2] En dicha circunstancia, de seguir a Emmanuel-Joseph Sieyès, mejor conocido como el abate Sieyès, para quien, en caso de duda, como el que hoy nos aflige, “el que la voluntad domine, dicte, sería tanto más preciso cuanto más fuerte fuera dicha dependencia de un poder mayor hacia afuera con una dependencia mayor hacia adentro…El presupuesto más importante para ella: el de que la voluntad domine, dicte, sería tanto más preciso cuanto más fuerte fuera dicha dependencia. El ideal de la voluntad dominante incondicionada sería la orden militar, cuya determinación tiene que responder a la prontitud con que debe ser ejecutada.” [3]

Si nos remitiéramos al abate Sieyès, la decisión soberana quedaría de este modo indiscutiblemente en manos de nuestras fuerzas armadas. Siempre y cuando dicho soberano tuviera conciencia de que dicha soberanía, también en estricto respeto al orden constitucional, debe ser traspasado y reconocido a manos de la civilidad, ser reafirmada en comicios electorales, legítimos y transparentes. Para que no quede la menor duda acerca de que se está en el terreno absolutamente indeterminado de lo puramente factual, aunque sobre determinante, Carl Schmitt, que es quien cita y trae a colación al abate Sieyès, agrega: “Tal determinación de la orden – militar –  no es indudablemente la determinación de la orden jurídica, sino la exactitud de una técnica  objetiva”.[4] Unir orden jurídica con técnica objetiva y en el menor plazo: he allí la exigencia.

Más claro, como lo comenta a su vez, en su brillante ensayo sobre el Estado de Excepción el pensador italiano Giorgio Agamben,[5] yendo al meollo histórico ontológico del asunto, la última frontera gnoseológica queda al arbitrio de quien tiene en sus manos el Poder absoluto sobre “la nuda vita”, un problema de lo que el mismo Agamben y Michel Foucault han denominado “biopolítica”, el ámbito de la acción política con poder de vida o muerte sobre el ciudadano, desnudo de todo poder fáctico. Y quien, además de las armas, debe estar en posesión de la disposición a emplearlas para definir la existencia misma de dicha soberanía.

José Rafael Pocaterra, encarcelado en las mazmorras de Cipriano Castro ya a los 18 años,  tenía serias dudas de ver cumplido el máximo anhelo de ver resuelto el estado de excepción por mano de los mismos responsables de haberlo inducido: la espada republicana imponiéndole el respeto y cumplimiento de la legalidad a la espada dictatorial. Inmediatamente después de afirmar en 1907 sus aspiraciones en los términos citados en el epígrafe, agregaba: “Ese día está lejano, porque la mayoría de los venezolanos sienten una extraña fascinación ante la idea de ejercer el mando, y aman con muy poca sinceridad los principios liberales que viven proclamando. En cada adolescente, en cada cadete, está agazapado un dictadorzuelo.”[6] La historia, con la honrosa y y admirable excepción del Pacto de Punto Fijo y los cuarenta años de democracia, le ha dado la razón. Hemos sido una república de dictadorzuelos. ¿Seguirá siéndolo, transcurrido más de un siglo?

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Si así no fuera, Venezuela, arrastrándose de dictadura en dictadura durante todo el siglo XIX,  no hubiera salido en el siglo XX de Castro para entrar en Gómez; muerto Gómez y apartados sus herederos, de Gómez para entrar en Pérez Jiménez; ni de Carlos Andrés Pérez y “la conspiración de los náufragos” para caer en Hugo Chávez. Pesa como una losa sobre las aspiraciones liberales de la mejor conciencia política venezolana su auto mutiladora voluntad tiránica. La barbarocracia es nuestro pecado original. Es la trágica contradicción constitutiva de nuestro desarrollo sociopolítico: se moderniza el Estado sin modernizar las conciencias.

En rigor, las tres fuerzas que confluyen en la resolución de nuestro problema hamletiano, existencial, son sólo dos – el pueblo democrático, único depositario de nuestra soberanía, representado en la ocasión por la Asamblea Nacional, de una parte; y el régimen-gobierno encabezado por Nicolás Maduro, subordinado en principio a la voluntad y decisión de la tiranía cubana y, por ello, de naturaleza doblemente derivada. El tercer factor, que en el caso deberá asumir el papel del árbitro, impedir el encontronazo entre el pueblo amotinado y sus depredadores extranjeros,  y correr con el albur de desnaturalizarse y desaparecer o reafirmarse en su calidad de garante de la potestad de la república, son las fuerzas armadas.

Situadas en la frontera entre el Estado de Derecho y su fáctica desaparición tragado por la voracidad imperial de la tiranía cubana y el castrocomunismo vernáculo, de las Fuerzas Armadas depende la resolución del más grave conflicto vivido por Venezuela en sus doscientos años de historia. En tal caso, debería intervenir sin más tardanzas, tal como, según Sieyès y Carl Schmitt le caracterizan: haciendo valer su superioridad técnica e irrebatible, para detener la caída de nuestra República en la desintegración del caos, la violencia y la muerte.

Como lo enseña de manera categórica la historia: las leyes las dictan la necesidad y la fuerza, en manos de la decisión y la voluntad de los hombres, no los buenos deseos. Máxime cuando está en juego la soberanía misma de la Nación. Mientras, si ellas naufragan, el destino nos impone navegar en el mar incógnito del Estado de excepción. La brutal crisis que nos aflige y nos hunde en este Estado de excepción, hace perentorio que los distintos protagonistas de esta circunstancia – militares y civiles – terminen por acordarse, siguiendo el magnífico ejemplo vivido el 23 de enero de 1958, aferrados a la tabla de salvación del Estado de Derecho y recurriendo a los dos ejes de la acción teológico política: la voluntad y la decisión. Es la hora de que ambos, pueblo y fuerzas armadas, resuelvan la crisis asumiendo la soberanía de la República. Se trata de evitar la muerte de la Nación. El acto está por comenzar. Que comience. Mañana podría ser demasiado tarde.

[toggle title=»Fuentes»] [1] José Rafael Pocaterra, Memorias de un venezolano de la decadencia, Editorial Elite, Caracas, 1937, Tomo I, pág. 72.

[2] “Souverän ist, wer über den Ausnahmezustand entscheidet. Diese Definition kann dem Begriff der Souveränität als ihrem Grenzbgriff allein gerecht werden.” Soberano es quien decide del estado de excepción. Sólo esta definición puede dar cuenta de la soberanía en tanto en cuanto concepto liminar.” Politische Theologie, Berlin, 1922.

[3] Carl Schmitt, La dictadura, Alianza Editorial, Madrid, 2007, pág. 190.

[4] Ibídem.

[5] Giorgio Agamben, Estado de excepción, Homo sacer II, 1, PRE-TEXTOS, Valencia, España, 2004.

[6] José Rafael Pocaterra, Op.Cit.

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Antonio Sánchez Garcia

Historiador y Filósofo de la Universidad de Chile y la Universidad Libre de Berlín Occidental. Docente en Chile, Venezuela y Alemania. Investigador del Max Planck Institut en Starnberg, Alemania