La tiranía en la era de las comunicaciones

Presidentes, ministros, congresistas, gobernadores, alcaldes –y por supuesto- los aspirantes a alguno de esos cargos, todos, casi sin excepciones, pareciera que antes de nombrar a sus asesores más cercanos y que les servirán de guía en la toma de decisiones en asuntos especializados que escapan a sus conocimientos o a su agenda, se ocupan con el mismo o con más sigilo de reclutar a un manager en comunicaciones. Alguien que maneje por ellos su cuenta de twitter, instagram, facebook etc., que monitoree en las mismas redes y en los medios digitales en general qué se está diciendo sobre él o la entidad que está a su cargo, si es conveniente o no responderle a alguien que lo ha nombrado en un tuit o en una columna de opinión; en general,  que se encargue de manejar su vida digital.

Pareciera una banalidad, una excentricidad si se quiere, pero en los tiempos que corren, contar con un asesor de este tipo pareciera ser indispensable si se busca sortear con éxito los avatares de la vida pública. Una vida que se ve sometida a un constante y esclavizante escrutinio por parte de la sociedad y que en la era de las comunicaciones digitales, parece no conocer los límites razonables de la intimidad a la que todos tenemos derecho.

Pero quizá lo que más llame la atención de ese extraño fenómeno, es que pareciera cobrar vigencia la idea según la cual vivimos una vida en la realidad y paralelamente nos vemos obligados a vivir otra en el mundo digital –coincidente o no, eso estará por verse-. De suerte tal que nos vemos sometidos no sólo a vivir nuestra vida real, la palpable, la de todos los días, sino que además nos vemos en la necesidad de ocuparnos de esa otra vida que fluye a mucha más velocidad que la primera a través de los cables submarinos interoceánicos y los servidores ubicados en lugares remotos: nuestra vida digital.

He allí el origen de nuestros afanes: ¡no tenemos tiempo para vivir dos vidas a la vez! Ya nos basta con vivir la real, con ocuparnos de sus alegrías, sus sin sabores, sus momentos de pausa y de estrés; pero si a esa –que, por cierto, bastante nos exige- le sumamos la necesidad de vivir otra vida paralela, no queda otra opción que delegarle a alguien más la tarea de ayudarnos a vivir esa otra vida.

Y en esa titánica tarea de vivir esas vidas paralelas el Presidente,  el Ministro,  el congresista, el gobernador, el alcalde y  -cómo olvidarlo- el aspirante,  parecieran perder su norte, se olvidan que su misión, aquello para lo cual les fue conferido el poder o para lo cual aspiran detentarlo, va más allá de saber manejar con atino sus vidas paralelas y en especial su vida digital; es algo más que saber cuándo o cómo contestar un tuit u olvidarse de él, es mucho más que postear una frase inspiradora y desearle feliz semana al público, es mucho más que caer en los lugares comunes de la denuncia de hechos atroces cercanos o lejanos –en la vida digital quizá todos sean lejanos, así la explosión ocurra a tres cuadras de sus casas-, es mucho más, en fin, que anunciarle al contrincante, al opositor, al que piensa diferente, que sus discusiones seguirán teniendo lugar en una fiscalía o ante un juez.

Lo anterior, revela que de alguna manera existe una suerte de tiranía en la era de las comunicaciones y básicamente consiste en que, por una parte, esos funcionarios en medio de sus agendas frenéticas se encuentran subyugados a su vida digital, tanto o más que a sus vidas reales; más aún, a sus responsabilidades reales, abriéndose así la posibilidad nefasta y tentadora de que se ocupen más de aquélla que de éstas y, por otra, los ciudadanos se ven sometidos a las tiranías de esos dirigentes –o, peor aún, a las de sus asesores en comunicaciones-,  que alimentan pasiones y odios a través de las redes, y el tiempo necesario que toma el ciudadano para formarse una opinión medianamente razonable, que tome en cuenta esta o aquella posición en relación con el acontecer de la vida pública se ve tremendamente reducido en el mar de tuits y mensajes que circulan a diario en la red, de manera tal que nos pasmos deslizando indefinidamente el pulgar o el índice –como usted prefiera- por la pantalla táctil y mientras tanto la vida real pasa… y se acaba.