La ciudad que parece vivir sola

Caminar por Salamanca resulta sumamente atractivo porque hay muchas cosas para ver y sentir, y prácticamente todo queda cerca. El tiempo máximo que uno puede demorarse de un sitio a otro es de 30 a 45 minutos de acuerdo al paso o al afán. Los barrios residenciales se mezclan con los pisos de universitarios, los antiguos parques de los botellones y los entables de gitanos. Las calles se debaten entre el asfalto y la piedra, el río Tormes baña a la ciudad en el sur y miles de peatones la cruzan y la dejan casi sin respiro.

Es que casualmente son pocas las horas en las que se puede decir que no hay nadie en la calle, y esto tiene que ver con que esta ciudad alberga a alrededor de 400.000 habitantes que difícilmente se quedan quietos. En las partes más concurridas hay una movilidad tremenda de gente que va de un sitio a otro. Incluso las personas salen simplemente a caminar, no tanto para quemar calorías sino para refrescar los sentidos. Cuando la acera se vuelve grande, la gente se desperdiga; cuando se vuelve pequeña, funciona como un embudo humano, al estilo de la estación San Antonio del Metro de Medellín en las horas pico.

La ciudad se configura y se dibuja a partir de un punto medio. De ahí crece, se multiplica hacia cada lado y distribuye a las personas en todas las direcciones. Todo gira, todo nace y todo muere alrededor de Plaza Mayor. Salamanca, como muchas ciudades españolas, cuenta con un sitio central que funciona como lugar de encuentro, como deleite estético y también como guarnición de historia.

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En la plaza se esconde toda una tradición urbana tan antigua como vigente. No es solo la capacidad de esta para anidar arte, gente y mitos sino su logro de juntar a las multitudes y darles, mínimamente, un buen sitio para comer. Hay bustos de españoles famosos, banderas que no dejan de ondear y más de 50 sitios para hacer algo. Es cuadrada, tiene 6 entradas y es el corazón de la ciudad en su ombligo cartográfico.

De ahí hacia los lados aparecen toda clase de artilugios de arquitectura que, con fachadas hechas de la misma piedra por ley, componen el centro histórico, en el que los edificios más viejos y tradicionales han sido gradualmente adaptados al ahora y funcionan como museos, universidades, hoteles, tiendas y otras cosas. La gente camina de un sitio a otro, busca sitios sin sombra, pide una caña (cerveza) en algún restaurante y vive el día a día de sus vidas al ritmo de pasos largos, horarios flexibles y violines o acordeones callejeros. El centro, de día, se impone a todo lo demás de la ciudad y llama a las personas; de noche, hace rebotar la poca luz que le llega y parece iluminarse a sí mismo, creando encima de sí una especie de aureola que hace las horas menos oscuras. Esta ciudad, con gente apática y tratos bruscos, también parece haber desarrollado su propia santidad.

Y hacia cada punto cardinal Salamanca se va volviendo más periférica, con más zonas verdes (que en invierno son casi grises), más áreas de vivienda y más cosas normales, lejos del arte y la magia que hay detrás de cada piedra en el centro histórico. Allí sí, fuera del centro, los niños juegan fútbol en las esquinas, huele a algo como brisa con sudor y todo da la impresión de volver más a la normalidad. Los caminos se alargan, el horizonte se divide.

A partir de ahí, los caminos empiezan a conducir a sitios y situaciones diversas, que pueden ir desde una mañana fría de compras en el caro Corte Inglés (un sitio al estilo de Falabella) hasta una noche caminando al borde del río. No hay muchos centros comerciales, ni industria, ni fábricas ni oficinas. La ciudad se sostiene, eso sí, bien sea del bolsillo de las personas que pasan por ella o de los pasos de las mismas, que la asientan como un sitio emblemático de la cultura española.

Caminando, ya a la tarde, antes de las 8 que ya no hay sol, se observa que las pocas hojas que caen al suelo no son capaces con el viento y terminan bailando con el polvo en un espectáculo feo. Los árboles grises parecen juntarse más de lo normal para sobrevivir al frío, y la gente se separa, solamente lo necesario, de acuerdo a intereses, afinidades o dinero.

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Quienes viven aquí entienden la ciudad como una sola, con barrios, aceras y caminos que conducen al mismo centro. Se entiende al espacio y al tiempo de Salamanca como algo para el buen comer, el buen beber, el buen andar y el buen conversar.El recuerdo de cada rato bien empleado es la víspera del siguiente: la ciudad nos muerde pero nosotros la devoramos. Este lugar permite soberbia, opulencia, tranquilidad, angustia y energía viva. Salamanca, y su tránsito infinito de sueños encendidos, parece poder vivir sola.

 

 

Juan Pablo Sepulveda

Tengo 20 años, estudiante de periodismo, apasionado por el deporte y la escritura.

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