Amado y odiado centro de Medellín

(Crónica-ensayo con muchachas bonitas y hedores a orinal callejero)

Todavía existía el parque Berrío y creo que el edificio del periódico El Correo, y había una cafetería en la esquina de Boyacá con Palacé, de nombre Pasapoga, y el mundo de la parroquia, antigua Villa de Medellín, era menos agitado en cuanto a tráfico vehicular, con poca gente, con algunos ladrones de calle, uno que otro asaltante de bancos y con feligreses (que no han faltado, aunque sí disminuido) entrando y saliendo de la blanca basílica de La Candelaria.

Alguna noche, como a las ocho, estaba cruzando Bolívar, sobre la calzada con sentido sur-norte, cuando un carro aceleró de súbito. Mi juventud y energía (y el instinto de conservación) permitieron un salto largo, que ni un atleta cubano de aquellos tiempos lo hubiera ejecutado y el vuelo me trasladó hasta el otro lado. El de la camioneta siguió como una exhalación y se quedó con las ganas de un atropellamiento. Tal vez era alguien que se creía dueño y señor del mundo. Quizá lo atravesaba alguna perversión. A lo mejor, solo quería divertirse y siguió raudo, muerto de la risa. Eran días en que todavía no estallaban carro-bombas, ni había pistoleros en las calles disparando sobre alguna víctima, ni jíbaros en las esquinas, ni tanta prostituta ni prostituto juntos.

Digo que todavía estaba completo el parque Berrío. El metro (cuya construcción ha sido la más cara del mundo) no lo había cercenado. No era aún una estación, que a eso se redujo la que fue la Plaza Mayor y perdió toda gracia. Pena sería decir ahora, como se solía: “yo nací en el parque de Berrío”. Qué tal. Hoy es un lugar sin identidad, variopinto sí, con un paisaje desordenado, sucio y en el que no falta el carterista, ni el “dedos rápidos” que con habilidad te sustraiga el Parker del bolsillo de la camisa.

En el llamado Perdón de La Candelaria, donde antes estuvo el bar Pilsen (el orinal más famoso de hace años en el parque Berrío), y las librerías América y Científica, y todavía pervivía el entejado donde arrojaron a fines de los sesenta partes del cuerpo despedazado de Ana Agudelo, ascensorista del edificio Fabricato, uno de los símbolos arquitectónicos de la burguesía paisa, no había entonces, como hoy, un mercado de pornografía, películas piratas y otras misceláneas.

La ciudad industrial de aquellos días, con chimeneas y obreros por doquier, con abundancia de cantinas y almacenes, y eso para no hablar de las cacharrerías, que somos negociantes y vendedores de baratijas, era el orgullo de la paisanada. Y por esas callejas, por la Plazuela Nutibara, impecable, con su cacique esculpido por el maestro Pedro Nel Gómez, era un lujo caminar, con la librería Continental en una esquina; el hotel más célebre de la historia del siglo XX, en otra; con el palacio de gobierno (hoy palacio de la cultura), una excentricidad de un arquitecto belga, en fin, que por ahí había mucha cosita atractiva, se andaba con sabrosura, es decir, con la cabeza en alto y sin sentirse perseguido o vigilado.

Y si se estaba por la Primero de Mayo, una diagonal que era una mezcla de edificios limpios, con un cine que tenía una pantalla para películas de setenta milímetros, y había un edificio cargado por dos Atlas que a uno le daban  agonías y cansancios ponerse a mirarlos, por ahí, que de noche era centro de serenateros y merenderos, con olor a buñuelos y empanadas, con aires de aguardiente, si se paseaba por allí, el ambiente era convocador.

El centro de la ciudad era, digamos hasta los setentas, o un poquito más acá, lo más atractivo de Medellín. Una primorosidad. Con cara de muchacha bonita, como lo calificó un cronista. Junín, calle-pasarela, alborozo de poetas de chaqueta roja y melenas revueltas, de futbolistas argentinos, de jugos de mandarina tomados por muchachas del Cefa y de La Presentación, con almacenes de caché y donde los ricachones tenían su club de exclusividades. Cuando tumbaron el teatro Junín y el Hotel Europa, y en su lugar la burguesía industrial erigió un edificio en forma de lanzadera, la calle de las elegancias perdió cartel. Ganó en altura, mas sufrió un desánimo, y se fue ulcerando. Pudriendo.

Una cosa muy distinta era caminar por La Playa, sobre la cubierta quebrada Santa Elena, cuando todavía había rastros de una que otra quinta de familias de la “high” o mejor de la “jai” (jai-jajai-jajai, se reía una vendedora de aguacates después), con ceibas y búcaros, con olores a pan fresco y sonidos de pianos y sonatas beethovenianas, con la vigilancia de los mismos bustos que todavía siguen ahí, impertérritos, de curas y próceres y bandidos de la Conquista, en fin, que una manera muy diferente era aquella a la de hoy, cuando hay hedores a meado, a mierda, a alcantarilla, y con un vaho infernal de exostos y otras tuberías.

Sí, claro. Se sabe que todo tiene que cambiar, pero hubiera sido mejor hacerlo con belleza, con historia, con preservaciones patrimoniales, con huellas de lo que hubo y corazonadas de lo que vendría, pero no así. Qué desencanto. El centro (ya no histórico sino símbolo de abandonos, de territorios disputados por delincuentes organizados, de decadencia y desamparo) se tornó como una tierra de nadie, de aquella que en la Primera Guerra Mundial era, en Europa, una sucursal del infierno. En la tierra de nadie se podía encontrar una bala, un enredarse en alambres de trinchera, un bayonetazo…, un cadáver.

Era un espectáculo escuchar los domingos a la matinal la Banda Sinfónica de la Universidad de Antioquia, cargar periódicos bajo el brazo, ver a don Mario recostado en la base de la estatua ecuestre de Bolívar fumándose un puro, observar cómo los cacorros se babeaban con los culos embluyinados de los adolescentes que iban a chupar cono a Helados San Francisco, y cómo una que otra lesbiana mimetizada se entraba a tomar café al Sayonara. Era emocionante ver las carteleras del teatro Lido y pasar de largo por las del Aladino, un cine depresivo (era para las sirvientas, según decía algún arribista) que quedaba contiguo a la mansión de un Echavarría.

Y no es que ahora no sea una atracción (a veces fatal) ver caminar los travestis, observar cómo se engolosina en las bancas algún amurado, escuchar las cantaletas y baboserías de los que dicen ser exégetas y hermeneutas bíblicos, pero es que lo que se respira es un ambiente decadentista. Tampoco es que antes fuera la gran maravilla, pero sí era posible ver desfiles de muchachas de colegio y de señoras elegantonas, que tal vez estaban tras la búsqueda de algún machucante o amante de ocasión.

Antes, claro, eran chéveres los cines, las heladerías, los almacenes de ropa fina, las milhojas de Maracaibo, las maneras cautas de entrar de los espectadores al cine Sinfonía (que sigue ahí, como si nada pasara), escuchar desde afuera un cantantico que imitaba a Leonardo Favio (que para algunos no cantaba, mugía) y caminar por los pasajes comerciales. O entrarse al teatro María Victoria, que un día se quemó. O ver vitrinas, que en otras ocasiones también se rompían al paso feroz y raudo de los estudiantes de la U. de A. en tiempos de gritos, manifestaciones y consignas en defensa de la educación popular.

Sí, digamos que era una bacanería pasearse por Palacé, entrar al Libia (el cine más exquisito de la ciudad, en Perú entre Palacé y Venezuela), hacer esnobismo en el bar giratorio, tomarse un whisky en alguna de las tabernas refinadas del sector, sentarse horas y horas en Versalles, a punta de tinto, sin que el dueño, un argentino pleno de simpatías, se molestara. Había cierto encanto en caminar por Bomboná y Pichincha y Ayacucho, darse una vuelta por El Palo, que era una calle solitaria en la que había una o dos panaderías de renombre, ir a los Martes del Paraninfo (sí, a escuchar a Sábato, Benedetti, Gonzalo Arango, Horacio Ferrer…) y entrar a El Cid, al Ópera, meterse un rato al bar Rigoletto, buscar en Sucre algún reservado para darle trabajo al dedo del corazón, o entrar al Odeón a ver por ejemplo Oliver Twist, un musical intrascendente que después hacía que muchos leyeran, motivados, la novela de Dickens.

Me parece que era una especie de aventura poder pegar en el muy ancho y alto muro de El Correo un dazibao sobre los cincuenta años de la masacre de las bananeras, que luego brigadas godas bombardearon con tinta azul. Y erigir en el parque Berrío una tribuna de altura inverosímil para conmemorar un Primero de Mayo. Era —como decían las señoras— rico ir al centro, porque si había uno que otro tipejo que les cortaba con navaja o cuchilla de afeitar la cartera, no predominaba el miedo.

El centro era un imán. Y otras cosas: las ganas de recorrerlo. La gracia de una vitrina organizada con gusto. Una posibilidad de sabores distintos. Una probabilidad del enamoramiento. El quedarse mediodía o más, en una librería, aunque no se comprara ningún libro. Ah, sí, claro, éramos parroquia, y todavía no había crecido el narcotráfico, ni se había reventado la industria, ni se habían marchado de ahí las empresas emblemáticas de los burgueses.

¿Por qué se deterioró el centro? ¿A qué se debe el estado de sitio permanente en el que vive y se ahoga? Diagnósticos a granel. Que las Convivir y otras bandas criminales se apoderaron de esa geografía fundamental de la ciudad. Que el burocratizado Estado municipal poco está interesado por la cultura, la historia, el patrimonio, y ha pactado (o convivido) con lo ilícito. Que hay una presión para rebajar el precio de la tierra, de las propiedades, de parte de mafias y otras estructuras delincuenciales, para luego engordar a urbanizadores y constructores de “edificios tuguriales”. Abundan las interpretaciones.

Sea cual sea la causa, que puede ser el neoliberalismo que quebró empresas nacionales, que abrió puertas al contrabando, que privatizó y ferió lo público, el centro es una “cueva de ladrones”, un eco de la inequidad y de los abusos del capital financiero, que ha llenado de pobrezas a los más pobres, y enriquecido a los que más tienen. Son múltiples las presiones contra esa parte clave de la urbe.

Sin embargo, con todas sus defecciones y despelotes, el centro sigue ejerciendo una especie de hipnosis, de irresistible atracción, como la de los cantos de las sirenas de Ulises. Su caos es una manera de lo inevitable, de aquello que hay que tener como una propiedad de todos, así sea por momentos repugnante o agresivo. Su ir y venir es parte de lo multitudinario, de los anonimatos proporcionados por la ciudad moderna. O tal vez, por la ciudad deshumanizada. Tal vez está hecho hoy para el afán, para que nadie se detenga y no mire atrás ni arriba. El cielo parece no ser parte del centro.

Quizá muchos no verán en la Oriental, una avenida sin identidad y sin casi ningún sentido de pertenencia colectiva, el hospedaje de loras de la tarde, que canturrean y gritan al principio y luego se posan para aquietarse en algunos árboles junto a los cruces con Caracas y Perú. Porque es la hora de los retornos. Y de las huidas. Ni observarán a ninguna hora la escultura de Ramírez Villamizar, o el mural de la clínica Soma, ni la fachada todavía sugerente y ancha de la Casa Barrientos. Tal vez a nadie le interese mirar el cordero pascual del frontis de la iglesia de San José o detenerse en la belleza que todavía conserva en sus arquitecturas la plazuela de San Ignacio.

El centro, al que le faltan zonas verdes, jardines, más árboles, más pájaros, menos “carramenta”, y reducir sus niveles de contaminación, es la manera de ser de la ciudad. El espíritu de lo urbano, el ethos citadino, se lo otorga esta sección de una Medellín que no es más que una revoltura de carencias, desafueros y privilegios minoritarios. Cuando en la periferia, o en la mayoría de esta, haya altos modos de vivir, sin atropellos a la dignidad, cuando el progreso sea para todos, entonces el centro se transformará.

El centro nos transmite nuestras maneras de ser como polis, como conglomerado social, como habitantes de una villa, que muestra numerosas miserias y maquillajes. ¿De quién es el centro? ¿Quién lo domina, quién ejerce el poder en su territorio? No es que antes fuera una arcadia, pero había más sentido del otro, de los otros, de lo colectivo. De arribar, los de afuera, a un lugar que ofrecía ciertas estéticas, que iban desde los bultos de maíz y arroz en las tiendas de abarrotes, hasta las elegancias expuestas en los escaparates de avenida. Una mezcla milagrosa de proletarios y burgueses.

¿Cuándo se jodió el centro? ¿O siempre estuvo jodido y no nos habíamos enterado? Tal vez hubo otros embelesos, otras formas de la enajenación. Puede que haya pistas del desastre en las novelas de Carrasquilla, en las palabras de Fernando González, en las caricaturas de Rendón, en la revista de los Panidas, en alguna diatriba de Gonzalo Arango, en dos o tres obras de Fernando Vallejo. Y hasta en El Obrero Católico y en las mentiras de tantos periódicos con informaciones amañadas y tendenciosas. ¿Quizá todo sea una venganza (¿de quién?) contra las humillaciones, los paternalismos interesados, los discursos disimuladamente clasistas de las elites contra los desposeídos?

Bueno, por ahora, poca sociología hay en un caminante que observa fachadas descaecidas, el orgullo de algunas caras sonrientes porque ven pasar el nuevo tranvía, las pocas huellas que han quedado del trasegar de otras generaciones por la ciudad. Ahora, que estoy buscando un bazar de buhonerías para celulares por una esquina de Boyacá con Bolívar, memoro cuando en esta calle que el metro despedazó, que tenía un separador central, y en una esquina estaba el Banco de Londres y en la otra el edificio de Coltabaco, sí, en esta calle larga que recuerda el apellido del Libertador, al cruzarla una noche, un endemoniado vehículo quiso pasarme por encima. Cuando el chofer aceleró, mis reflejos me hicieron descubrir, tardíamente por lo demás, que yo hubiera podido ser un destacado atleta de salto largo.

Reinaldo Spitaletta

Bello, Antioquia. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la Maestría de Historia de la Universidad Nacional. Presidente del Centro de Historia de Bello.